El Capitán Veneno

1.
Un poco de historia política
La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en
Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces
extranjero grito de ¡Viva la República!,
y el Ejército de la Monarquía española (traído y creado por Ataúlfo,
reconstituido por don Pelayo y reformado por Trastámara), de que a la sazón era
jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el presidente del Consejo de
ministros y ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez…
Y basa con esto de historia y de política, y pasemos a hablar
de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos
lamentables acontecimientos.
2.
Nuestra heroína
En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa
y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel
entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la
compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban
entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto éranse que se eran una
señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija
suya, joven, soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo
diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su
padre); y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura, ni
casi sexo determinables, bautizada, hasta cierto punto, en Mondoñedo, y a la
cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor cura)
con reconocer que pertenecía a la especie humana.
La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva
y con faldas, del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura y su
naturalidad, entre su elegancia y sencillez, entre su gracia y modestia.
Felicísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los
galanteadores de oficio, pero imposible que nadie dejara de admirarla y
prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No
era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas
aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no bien se presentan en
un salón, teatro o paseo y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña,
sea novio, sea marido, sea padre, se el mismísimo preste Juan de las Indias…
Era un conjunto sabio y armónico, de perfecciones físicas y morales, cuya
prodigiosa regularidad no entusiasma al pronto, como no entusiasma la paz y el
orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos
choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano,
fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella
diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de
peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su
espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí
misma, ni presuntuosa ni incitante, sino muy diferente de las deidades por
casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios, diciendo a
todo el mundo: Esta casa se vende…, o se
alquila.
Pero no nos detengamos en flores ni dibujos, que es mucho lo
que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo que disponemos.
3.
Nuestro héroe
Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina
de la calle de Peregrinos, y la tropa disparaba contra los republicanos desde
la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra procedencia
pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no eran que
iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndolos vibrar con estridente ruido
e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales.
Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y
expresión, era el terror que sentían la madre… y la criada. Temía la noble
viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último
término por sí propia; y además la gallega, ante todo, por su querido pellejo;
en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja de agua
estaba casi vacía y el panadero no había aparecido con el pan de la tarde, y en
tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia que
pudieran morir o perder algo en la contienda. Y no hablamos del terror de la
hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su
alma, más varonil que femenina, era el caso de que la gentil doncella,
desoyendo consejos y órdenes de su madre, y lamentos y aullidos de la criada,
ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a
las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las maderas de alguna
reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.
En una de esas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que
las tropas habían avanzado, hasta la puerta de aquella casa, mientras que los
sediciosos retrocedían hasta la Plaza de Santo Domingo, no sin continuar
haciendo fuego por escalones con admirable seguridad y bravura. Y vio asimismo
que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía,
por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los
arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y
delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de
nervios; más bien alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar.
Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con los tres galoncitos de la
insignia de capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial
de infantería y canana y escopeta de cazador…, no del ejército, sino de conejos
y perdices.
Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan
singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por
considerarlo, sin duda, más temible que todos los otros, o suponerlo general,
ministro o cosa así, y el pobre Capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como
herido de un rayo y con la faz bañada en sangre, en tanto que los revoltosos
huían alegremente, muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban a
correr detrás de ellos anhelando vengar al infortunado caudillo.
Quedó, pues, la calle sola y muda, y en medio de ella,
tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado
todavía, a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez librar de la
muerte… La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la
doméstica; explicóles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya
tiros; tuvo que batallar, no tanto con los prudentísimos reparos de la generosa
guipuzcoana, como con el miedo puramente animal de la informe gallega, y a los
pocos minutos las tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y
colocaban en la alcoba de honor de la salita principal sobre la lujosa cama de
la viuda, el insensible cuerpo de aquél que, si no fue el verdadero
protagonista de la jornada del 26 de marzo, va a serlo de nuestra particular
historia.
Pedro Antonio de Alarcón
El capitán Veneno, cap. I, II, III de la parte primera “Heridas en el cuerpo”, Editorial
Bruguera, 1981
Pedro A. de Alarcón nació el 10 de marzo de 1833 en Guadix
(Granada) y murió en Valdemoro (Madrid) el 10 de julio de 1891. Inició estudios
de clerecía, que abandonó tempranamente, llevado por una firme vocación
literaria y por sus inquietudes políticas. Evolucionó hacia posiciones
liberales y anticlericales, que le provocaron un duelo con Heriberto García de
Quevedo, quien estuvo a punto de matarle (1855). Radicado en Segovia y en plena
actividad creativa, obtuvo sus primeros éxitos, y ello le decidió a trasladarse
a Madrid. Su popularidad literaria
corrió paralela a su éxito social. Pronto se difundieron sus novelas: El escándalo, El final de Norma, El capitán
Veneno, El sombrero de tres picos y otras. Al estallar la primera Guerra de
África, Alarcón combatió como soldado, y su experiencia quedó inmortalizada en
un conjunto de escritos publicado con el título de Diario de un testigo de la guerra de África. Su carrera política
también le deparó éxitos: fue elegido diputado, ministro plenipotenciario en
Suecia y Noruega, y luego consejero de Estado. Su obra literaria le permitió
ingresar como miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
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