Echeverría: El héroe romántico

Envidio
vuestro destino. Yo he gastado la vida en los combates estériles del alma
convulsionada por el dolor, la duda y la decepción; vosotros se la disteis toda
entera a la patria.
Es la dedicatoria de la Ojeada retrospectiva,
publicada en Montevideo en 1846,
a los "mártires sublimes" de la lucha contra
Rosas. En los momentos más inesperados, Echeverría construye este personaje
romántico: una subjetividad torturada, inestable, perpleja. Esta máscara no
impidió que se lo reconociera como jefe intelectual o que fuera unánimemente
elegido Presidente de la Joven Argentina en 1838. En ese año, dirigidas a la
Juventud Argentina, redacta las "Palabras simbólicas", cuya edición
posterior está precedida por una tirada sobre la condición del exilio, escrita
en un tono próximo al de la poesía, que evoca el fraseo byroniano:
Errantes
y proscriptos andamos como la prole de Israel en busca de la tierra prometida
(...). He aquí la herencia que nos ha caído en suerte: oscuridad, humillación,
servidumbre (...). Raza de maldición, parecemos destinados por una ley injusta
a sufrir el castigo de los crímenes y errores de la generación que nos dio el
ser.
¿Cómo pueden coexistir en Echeverría, y ser
aceptados por sus contemporáneos (con la excepción de Sarmiento) el perfil de
un guía intelectual con el estilo, la Psicología y las imágenes de un tipo
byroniano? Se trata, una vez más, de la legitimación romántica de la
sensibilidad y la melancolía. […] El liberalismo político no encontró razones
para privarse de cultivar una subjetividad melancólica. A este dolorismo laico
que, en Europa, se despliega en los tópicos del destino, la condena y el
exilio, se suma, en el Río de la Plata, la amenaza bien concreta de un exilio
inminente cuyo camino ya han comenzado a recorrer los políticos e intelectuales
antirrosistas. En la construcción de su personaje, Echeverría hace que concurran
dos destinos: el de su situación política en un medio hostil al programa de la
Joven Argentina, y el de la condición humana en sus versiones poéticas de Byron
a Lamartine. La caída de la humanidad atraviesa como tema filosófico y
religioso las Meditaciones de Lamartine, que Echeverría conocía de sobra; en
ellas, además, Byron parece haber proporcionado no sólo la ocasión de las
dedicatorias, sino también el modelo de la desesperación provocada por la
pérdida del origen y el desconocimiento de la dirección en la que el destino
impulsa a los hombres. El tema se repite en la poesía y el teatro románticos y
parece aceptable no sólo en el discurso del poeta y del dandy, sino también en
el del hombre público: en Lamartine, Echeverría pudo aprender que la melancolía
no estaba reñida con la ambición política.
El héroe romántico es autoconciente.
Insatisfacción y sentimiento de originalidad son ejes del conglomerado que
produce una psicología cultural donde se incluyen los personajes y las máscaras
de los escritores: Rene, Hernani, Childe Harold, Mazeppa, Caín y Rousseau,
Chateaubriand, Senancour, Constant. No
hay razón para que Echeverría no se alineara en esta genealogía ni para que sus
contemporáneos pensaran que este perfil cultural era incompatible con la acción
pública. Precisamente Jouffroy, respetado en el Río de la Plata, había definido
el sentimiento de carencia que está en el origen de la melancolía moderna:
"Lo que falta existe, puesto que nos falta". La idea de pérdida, de
caída, de privación de una herencia que obsesiona a los personajes de la
literatura, bien podía ser traducida en términos de vida pública, en un espacio
donde los miembros de la Joven Argentina juzgaban que la política encarnada por
Rosas los había privado de un poder que hubieran debido ejercer sobre la base
de una doble razón: sus ideas y su juventud. Esta desposesión es un límite
considerado ilegítimo e injusto. Con esta certeza que funda una psicología de
la insatisfacción se relaciona el deseo de producir aquello que precisamente
falta: una nación, una cultura. El "dolor del alma" tiene una
dimensión social y pública, pero, al mismo tiempo, origina el ininterrumpido
movimiento de la insatisfacción, la búsqueda de la soledad, la introspección y
la misantropía.
[…] Probablemente, los fragmentos
autobiográficos planteen menos el problema de contarse, esto es el de la
siempre dudosa sinceridad, que el de construir un elenco temático y ensayar la
primera persona en su carácter lírico y ficcional. También pueden leerse en
estos textos las huellas de un tipo de autobiografía sentimental que Lamartine
había practicado en "Destinées de la poésie", aparecido en la Revue
des Deux Mondes en 1834 y, luego, como segundo prefacio a las Meditaciones.
Como sea, fechados en 1835, estos escritos adoptan la forma epistolar que, por
supuesto, tampoco carecía de modelos. Parafraseándolos de muy cerca, Echeverría
escribe, en una hoja suelta de julio de 1836:
Condenado
estoy a hablar siempre de mí, y por consiguiente, a lo que más he detestado y
detesto.
Ritual inauguración del discurso 'sincero',
ella es la apertura denegatoria del reino de los sentimientos donde se prueba
la excepcionalidad como una virtud: "Cuando los otros reposan, yo estoy
agitado; cuando duermen, velo". Apasionado y melancólico, Echeverría se
representa como un "sensible" e incurre en todos los tópicos de esa
dolencia cultural que, en Francia, se llamó el mal del siglo: la pérdida de las
ilusiones, las fantasías de muerte y de huida del mundo, la enfermedad física y
la ansiedad espiritual. Tipología literaria más que psicológica, de todos modos
(de creerle a la descripción que hace Sarmiento de Echeverría) llegó a
sobreimprimirse como una naturaleza.
Como corresponde a un "sensible", y
a un romántico, el corazón rige física y efectivamente estos fragmentos:
Mi
corazón es el foco de todos mis padecimientos: allí chupa mi sangre y se ceba
el dolor; allí está asida la congoja que echa una fúnebre mortaja sobre el
universo; allí el fastidio, la saciedad, la hiel de la amargura que envenena
todo cuanto toca; allí los deseos impetuosos; allí las insaciables y
turbulentas pasiones; allí, en fin, el punto céntrico sobre que gravitan todos
mis afectos, ideas y sensaciones (...) Mi corazón está enfermo, y él solo
absorbe casi toda la vitalidad de mis órganos.
Víscera romántica, el corazón organiza la
idea del cuerpo, define las áreas del sufrimiento físico y moral, estructura el
espacio de las pasiones y proporciona, como Echeverría ya lo ha aprendido en
1829, "el mejor tipo para toda obra poética".
Echeverría también ensaya en estos escritos
pequeñas escenificaciones, descripciones de paisajes en donde aparece la
llanura, encuentros y desencuentros de los sentimientos y la realidad, sueños y
apariciones nocturnas, microrrelatos que anticipan La cautiva, y, entre toda esta miscelánea, el episodio de la muerte
de su madre, curiosamente narrado como el de una mujer amada. Más que en los
poemas, en estos textos "autobiográficos" (que, en verdad, lo son de
manera muy dudosa) está la marca de la lírica romántica y, sobre todo, el
aprendizaje de los tópicos leídos en Lamartine o Byron. Son verdaderos
ejercicios de trabajo literario, donde se ensaya de manera privada las
estrategias de la escritura poética pública. Pese a su convencionalismo, son estéticamente
más convincentes que los poemas contemporáneos a su escritura.
Más que contarse autobiográficamente en estos
fragmentos, Echeverría imagina la biografía que corresponde al poeta que desea
ser. Convencido de que de tales experiencias del alma surge la poesía, las
escribe, en prosa, para ensayarlas literariamente, mirarlas desde fuera,
combinarlas o repetirlas. Relaciona la esfera privada con sus deberes públicos
y se reprocha debilidad frente a la enorme tarea presente (que no describe). Se
refiere a la excepcionalidad de su alma de un modo que deberá atenuar en los
escritos efectivamente destinados al público. Pero, al mismo tiempo, explora
los límites morales e ideológicos de una sociedad sin duda menos transformada
que la europea, donde escribieron sus modelos. Traza proyectos y síntesis de
poemas futuros.
[…] Los fragmentos
"autobiográficos", hojas sueltas, reflexiones y cartas, el proyecto
de poemas largos como Gualpo,
muestran las marcas estilísticas, retóricas y temáticas del romanticismo de
manera mucho más obvia y, si se quiere, exageradamente, que los poemas breves
publicados en Rimas y Los consuelos que, con frecuencia, no se diferencian de
los escritos leves y de circunstancias de Juan Cruz Varela, el unitario
neoclásico a cuyo lugar Echeverría llegó para ocupar con un mensaje nuevo. Este
romanticismo exacerbado en la esfera privada, en los ejercicios literarios más
que en los trabajos que juzga concluidos y publica, informa no tanto sobre
Echeverría como sobre la sociedad rioplatense: si respeta al héroe melancólico,
si admite a la poesía junto al discurso político, al mismo tiempo, esa sociedad
elige a su poeta más en La cautiva
que en la lírica breve.
Echeverría confiaba a los poemas largos, de
carácter histórico-político y socio-filosófico, su reconocimiento:
En
poesía, para mí, las composiciones cortas siempre han sido de muy poca
importancia, cualquiera sea su mérito. Para que la poesía pueda llenar
dignamente su misión profética; para que pueda obrar sobre las masas y ser un
poderoso elemento social, y no como hasta ahora aquí un pasatiempo fútil, y,
cuando más, agradable, es necesario que la poesía sea bella, grande, sublime y
se manifieste bajo formas colosales,
escribió en una carta, poco antes de la
publicación de Los consuelos. Y,
sobre el final de su vida, en Montevideo, termina la redacción de lo que él
considera su gran obra, El ángel caído,
un don Juan sudamericano "compuesto de elementos sociales de nuestro
país". Texto casi imposible de leer hoy, excesivo para las posibilidades
literarias de Echeverría, encierra las claves de su programa: representación de
la sociedad rioplatense y de la condición moral de la humanidad. Echeverría
proyectaba también continuar La cautiva,
para terminar representando en su poesía la cultura urbana y la rural, a través
de formas que fueran resultado del cruce, aprendido en Byron y Lamartine, del
discurso épico-narrativo y el lírico-filosófico. Atrás de estos proyectos quedó
escondido, hasta que lo publicó Juan María Gutiérrez treinta años después, el
texto de El matadero, tan
inexplicable para sus contemporáneos que Gutiérrez lo juzga equivocadamente un
ejercicio que luego sería digerido en los versos de Avellaneda.
Carlos
Altamirano y Beatriz Sarlo (1983)
(Fragmentos) ENSAYOS ARGENTINOS - De Sarmiento a la
vanguardia, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S.A. / Ariel,
1997
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