EN LA COLONIA
PENITENCIARIA
Fragmento 3
El
explorador había inclinado el oído hacia el oficial, y con las manos en los
bolsillos de la chaqueta contemplaba el funcionamiento de la máquina. También
el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el
movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal
del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones, por la parte
de atrás de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trató de
retener las ropas que se le caían, para cubrir su desnudez, pero el soldado lo
alzó en el aire y sacudiéndolo hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El
oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue
colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron
con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio
para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era
un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su
piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia
afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador.
El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera
leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos
superficialmente acababa de explicarle.
La correa
destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había
estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el
trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó, y con el rostro vuelto
hacia el explorador dijo:
–Esta
máquina es muy compleja, a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa;
pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de
conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una
cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá
un poco.
Y mientras
sujetaba la cadena, agregó:
–Los
recursos destinados "a la conservación de la máquina son ahora sumamente
reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una
suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se
guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante
pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo
comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden.
Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si
le mando pedir una nueva correa, me pide, como prueba, la correa rota; la nueva
llega por lo menos diez días después, y además es de mala calidad, y no sirve
de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le
preocupa a nadie.
El
explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir
decisivamente en los asuntos de los demás. El no era ni miembro de la colonia
penitenciaria, ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía
emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla,
podían decirle: "Eres un extranjero, no te metas." Ante esto no podía
contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, y
de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero
aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución,
de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la
ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés
personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era
compatriota suyo, y ni siquiera era capaz de inspirar compasión. El explorador
había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con
gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía
justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto
parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan
de expresarle, no era partidario de estos procedimientos, y su actitud ante el
oficial era casi hostil.
En ese
momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no
sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado,
cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó.
Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando
de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó
sobre la máquina.
–¡Todo esto
es culpa del comandante! –gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra
de cobre que tenía enfrente–. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga
–y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido–. Durante
horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe
ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina
compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y
le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó de peces
hediondos, y ahora necesita comer dulces. Pero en fin, podríamos pasarlo por
alto, yo no protestaría, pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza
de fieltro, ya que hace tres meses que la pido: ¿Quién podría meterse en la
boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?
El condenado
había dejado caer la cabeza y parecía tranquilo; mientras tanto, el soldado
limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia él
explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso, pero el
oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.
–Quisiera
hablar confidencialmente algunas palabras con usted –dijo este último–. ¿Me lo
permite?
–Naturalmente
–dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.
–Este
procedimiento judicial, y este método de castigo, que usted tiene ahora
oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún
abierto partidario. Soy su único sostenedor, y al mismo tiempo el único sostenedor
de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor
ampliación del procedimiento, y necesito emplear todas mis fuerzas para
mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante, la
colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción
del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia,
los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si
usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las
conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos
partidarios, pero bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no
me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por
culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra
de toda una vida –y señaló la maquinaria– desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun
cuando uno sea un extranjero, y sólo haya venido a pasar un par de días en
nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo
contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del
comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me
parece formar parte de un plan; por cobardía lo utilizan a usted, un
extranjero, como pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya
un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente;
todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con
sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un
informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial
se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas
de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía,
recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de
repuesto. Ante cientos de ojos –todos los asistentes en puntas de pie, hasta en
la cima de esas colinas– el condenado era colocado por el mismo comandante
debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa
época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para
mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento
de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la
arena; todos sabían: ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los
suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es
capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda
apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscriptoras vertían un
líquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora!
Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde
cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían
preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el
privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con
un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa
expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos
bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que
tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
El oficial
había evidentemente olvidado quién era su interlocutor; lo había abrazado, y
apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente
desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su
limpieza, y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas la advirtió el
condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la
papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era
para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado
metiera en el recipiente sus sucias manos, y se dedicara a comer ante el ávido
condenado.
El oficial
recobró rápidamente el dominio de sí mismo.
–No quise
emocionarlo –dijo–, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que
eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí
misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y
al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento
incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas
en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar
una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.
El
explorador quería ocultar su rostro al oficial, y miraba en torno, al azar. El
oficial creía que contemplaba la desolación del valle; le cogió por lo tanto
las manos, se colocó frente a él, para mirarlo en los ojos, y le preguntó:
–¿Se da
cuenta, qué vergüenza?
Pero el
explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos;
con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado,
cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador, y dijo:
–Yo estaba
ayer cerca de usted cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco
al comandante. Inmediatamente comprendía su propósito. Aunque su poder es
suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero
ciertamente tiene la intención de oponerme su veredicto de usted, el veredicto
de un ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que
usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante, ni su manera de
pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone
fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo
mecánico en particular; además comprueba que la ejecución tiene lugar sin
ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada;
considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy
probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su
desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía
ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las
numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y
por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el
procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita
tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente le
bastaría. No hace ni siquiera falta que esa observación exprese su opinión,
basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará
de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán
sentadas en torno, y alzarán las orejas; tal vez usted diga: "En mi país
el procedimiento judicial es distinto", o "En mi país se permite al
acusado defenderse antes de la sentencia", o "En mi país hay otros
castigos, además de la pena de muerte", o "En mi país sólo existió la
tortura en la Edad Media". Todas éstas son observaciones correctas y que a
usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis
procedimientos. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo veo al buen
comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón, veo a sus
señoras, que se precipitan tras él como un torrente, oigo su voz (las señoras
la llaman una voz de trueno) que dice: "Un famoso investigador europeo,
enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo,
acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana.
Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir
permitiendo este procedimiento. Por lo tanto, ordeno que desde el día de
hoy..." y así sucesivamente. Usted trata dé interrumpirlo para explicar
que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento,
que en cambio su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más
humano y acorde con la dignidad humana, que admira esta maquinaria... pero ya
es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas;
trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa
la boca... y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos
irremediablemente perdidos.
El
explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que
le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
–Usted
exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación, y sabe
que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una
opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la
opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que
la opinión del comandante, que según creo posee en esta colonia penitenciaria
prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan
hostil como usted dice, entonces, me temo que haya llegado la hora decisiva
para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.
¿Lo había
comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la
cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se
alejaron por instinto del arroz, se acercó bastante al explorador, lo miró no
en los ojos, sino en algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que
antes:
–Usted no
conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de
extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser
subestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo
a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme, pero yo sabré
sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por
miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido
a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina, y está
ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un
juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle, el desarrollo de la
ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica:
Ayúdeme contra el comandante.
El
explorador no le permitió proseguir.
–¡Cómo me
pide usted eso –exclamó–, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más
mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.
–Puede –dijo
el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los
puños–. Puede –repitió el oficial con más insistencia todavía–. Tengo un plan,
que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es
suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos
necesario tratar de utilizar toda clase de recursos, aunque dudemos de su
eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto, escuche
usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se
encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre
el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir
una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas;
debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de
él, que si tuviera que decir algo, prorrumpiría francamente en maldiciones. No
le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por
ejemplo: "Sí, asistí a la ejecución", o "Sí, escuché todas las
explicaciones". Sólo eso, nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda
dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el
comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal, y lo interpretará a su
manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina
del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos
oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir
esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está
siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas,
pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted
lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una
insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera
invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así
lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco
del comandante. El mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia.
Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para
impresionar al auditorio –en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente
obras portuarias!–, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso
no ocurre, o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me
encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la
ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención
no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como
siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la
excelente oportunidad. "Acaban de anunciar –más o menos así dirá– que ha
tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha
ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que como ustedes saben
honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra
asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No
convendría ahora preguntar a este famoso investigador qué juicio le merece
nuestra forma tradicional de administrar la pena capital, y el procedimiento
judicial que la precede?" Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime,
y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted, y dice: "Por
lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta". Y entonces usted
se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden
verlas, porque si no, se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por
fin se escucharán sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la
espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia,
diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí,
grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión.
Pero tal vez
no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter, o quizás en su país uno
se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno, está bien, también así
será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente
un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de
usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de
apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni
el nauseabundo fieltro, no, yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi
discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a
arrodillarse y reconocer: "Antiguo comandante, ante ti me inclino."
Este es mi
plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere, aún más,
debe ayudarme.
Franz Kafka
Texto
digitalizado:
OBRAS
COMPLETAS – FRANZ KAFKA
EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en
España, 1983
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