Capítulo perdido del
Quijote
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Cuentan que después de la burla
que le habían hecho, siguió Don Quijote su camino acompañado de Sancho, quien
trataba de persuadirle de que recayera en la realidad de las cosas. Anduvieron
un largo trecho con perfecta paciencia hasta que en determinado momento dijo
Sancho:
─Señor, ¿hasta cuándo seguiremos
trotando? Porque a decir verdad mi estómago…
─Oh, hermano Sancho ─Interrumpió
Don Quijote─ siempre eres el mismo flojo; pero ¿es que no piensas en otra cosa
que en comida? ¡Mortifícate, se hombre, Sancho amigo, y consuélate pensando que
en la ínsula que te he de dar (si no es que me la destruyen los encantadores)
tendrás los manjares que desees! Mas como conozco tus mañas y sé que
constantemente te estarás lamentando el haber dejado la casa de Don Lorenzo,
donde señoreaba la opulencia, te prometo detener al primer caminante que se nos
presente y pedirle algo que puedas comer.
Sancho, en su redondez, asintió
con una sonrisa rústica, sincera.
Al terminar la referida plática
vieron a lo lejos a un hombre que iba consumiendo con su carreta lentamente el
camino; cuando se encontraron gritó Don Quijote:
─¡Salve buen hombre! ¡Bendito los
ojos que os vean por estos lares!
El aludido, instalado detrás de
los largos bigotes, respondió:
─¡Salud, apuesto caballero!
Y mirando con pausada sonrisa a
Sancho, agregó:
─¿Quiénes sois vosotros?
─Yo soy el caballero Don Quijote
de la Mancha, y este que aquí veis es el valiente (aunque el adjetivo no
concuerde con su constitución externa) escudero Sancho Panza, futuro gobernador
de una ínsula.
─¡Oh, si habré oído hablar de
vosotros! ¡Y qué honor el mío de encontraros! Pero… por ventura, ¿puedo
serviros en algo?
─Mirad amable señor ─se adelantó
el Quijote─ sucede que mi amigo ha cabalgado mucho y en este momento su
estructura muy cerca del desconsuelo, requiere atención alimenticia.
─Comprendo ─dijo el desconocido.
Y diciendo esto extrajo del
interior de su carreta un trozo de carne y un chiflo de vino y en seguida se
los alcanzó a Sancho, quien los fue devorando con la desorbitada mirada y
cuando los tuvo en sus manos, con los dientes; pero ante una advertencia de su
señor dio Sancho gracias a Dios por aquellos circunstanciales sustentos y luego
prosiguió su efusiva labor.
─Por lo que veo sóis vosotros creyentes
─señaló la voz del viajero.
─Así es ─confirmó Don Quijote─
amamos la vida y por ende a Dios. Muchas veces le digo a mi amigo cuando se
siente abandonado. “¿Cómo Dios que se preocupa de las cosas más triviales de la
naturaleza, se olvidará de estas dos creaturas suyas?”
─Nosotros le ofrecemos ─acertó a
decir Sancho─ todos nuestros actos de justicia, luchas y aventuras, y tal vez
por recíproca amistad nunca permitió Él que sus pruebas hundieran nuestra
esperanza.
Se interesó grandemente el
desconocido por estos dos caballeros (especialmente porque sus ideas
concordaban tanto con las suyas), que decidió hacerles otras preguntas para
mejor conocerlos. Sancho, preocupado en sus quehaceres gastronómicos, no se
interesó mayormente por la conversación. Después de todo, el pensamiento de Don
Quijote era el suyo.
Preguntóle el extraño que por qué
se había hecho caballero. A lo que respondió el Hidalgo:
─Me hice caballero no por locura,
como dicen muchos por ahí, sino por amor a la justicia, para bañar al mundo de
bien y esperanza, porque sé que hay gente necesitada, por arrojo.
─Vuestros ideales son nobles y
sublimes en demasía ─comentó seriamente el inquisidor─ me interesaría conocer
vuestra concepción de la vida.
─No soy poeta (aunque alguna vez
lloré), ni tampoco filósofo (tan sólo dos hubo), por lo que quizá sea torpe mi
respuesta. La vida es un suspiro entre dos eternidades, es tal vez como dicen
algunos, un sueño y es…
─Un gran torneo de máscaras en el
cual el que aparentemente triunfa es el más hipócrita ─interrumpió groseramente
Sancho.
Se rieron los dos de la curiosa
ocurrencia y a la pregunta de cuál era el fin que los movía, habló nuevamente
Don Quijote:
─Todo lo hacemos para transformar
esta época. Los que así obramos, de algún modo, siempre somos mártires;
queremos volver a implantar muchas cosas, incluso la caballería que
consideramos necesaria para España y para todo el mundo. Personalmente me duele
pensar que existen lugares que nunca pisaré ─nuestra joven hija América, por
ejemplo─ y por la que ahora nada puedo hacer. Sin embargo, allá, tal vez recién
dentro de tres o cuatro siglos ocurran cosas extraordinarias y entonces, estoy
seguro, habrá no uno sino muchos Quijotes y Sanchos que surgirán como
respuestas a las incitaciones históricas, y ellos se encargarán, como nosotros
ahora, de buscar la justicia para lograr la paz.
Luego de estas pícaras palabras
que acaso pretendieron ser proféticas, continuó inquiriendo el extraño,
quedando siempre asombrado de la semejanza de pensamiento que existía entre
ellos. Acabado este largo coloquio (que mi simplicidad quiso sintetizar),
Sancho, que ya había concluido sus menesteres, volvió a hablar:
─Buen señor: nosotros os hemos
dicho hasta el talle de nuestros calzados, pero a todo esto vos no nos habéis
mencionado vuestro nombre siquiera…
─¡Al fin has hecho algo más
importante que engullir! ─exclamó Don Quijote. Y luego suplicó al desconocido
que diera su nombre.
─Me llaman ─dijo la voz─ Miguel
de Cervantes Saavedra…
Interrumpió aquí su relato Cide
Hamete Benengeli y quedóse pensando acerca de la profunda interpretación de
valores que había descubierto en sus personajes, y de la sorpresa que se había
llevado al descubrir que Don Quijote y Sancho eran dos aspectos de una misma
persona.
Juan José Delaney
La Carcajada, Editorial Plus Ultra, 1974