Sobre el castellano que empleamos
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Borges y Sábato |
Parte de los defectos lugonianos se deben a la manía de probar que un americano puede escribir
una lengua tan rica y tan castiza como la de un español. Este sentimiento de
inferioridad presionó catastróficamente en nuestros escritores. De la forma y
medida en que presiona sobre muchos maestros y profesores de enseñanza
secundaria, mejor es que no hablemos.
Pero los más vitales y poderosos creadores no incurrieron en
ese defecto. Sarmiento, Hernández y Alberdi consideraron que la lengua debía
ser tomada desde la perspectiva de nuestra propia cultura, esa cultura que, bien
o mal, iba brotando de una tierra inédita: “La lengua de un pueblo es el
reflejo de su historia, gobierno, clima, costumbre y carácter”, dijo Alberdi.
Impertérritos, muchos profesores nos salen con la pureza del
idioma y con el mito del casticismo: ese mito, que, según se sabe, recomienda
hablar como si estuviéramos en Talavera de la Reina[1] hace
cuatrocientos años. También los gramáticos del Tercer Reich[2], en ese
momento de psicosis colectiva, tuvieron la fantástica idea de depurar la lengua
de todos los vocablos extranjeros, viéndose ante el problema de Hegel con
vocablos como carreta, buey, cuerno de
caza y nibelungo. Esta extraña
doctrina ha constituido también ─aunque sin el auxilio de campos de
concentración─ el ideal de muchos profesores y de la casi totalidad de nuestros
académicos.
Ni Shakespeare, ni Dante, ni Montaigne, ni Cervantes gozaron
de los beneficios de un diccionario que mantuviera la pureza idiomática. Lo que
explica la muchedumbre de errores que afean sus obras y que los manuales nos
señalan, tal vez con el buen deseo de que no se repitan. Es claro: el hombre
busca el Orden en medio del Caos, y la existencia de academias tiene la misma
raíz social y psicológica que la poesía. Odiamos lo inestable y nuestro pavor
ante lo desconocido nos hace buscar una cueva materna donde reine la seguridad.
Y así, desde los tiempos en que Sócrates discutía el problema con sus
discípulos, esa clase de profesores defiende la desesperada teoría de la
racionalidad y la estabilidad del lenguaje. Pero, por desgracia, raramente la
realidad parece tomar en cuenta nuestras ansiedades. Y esa melancólica
tendencia es la causa de grandes desconsuelos.
El revuelto proceso de que forma parte el hombre en sociedad
promueve una incesante transformación del idioma, de modo que si en un instante
dado se impusiera una lengua lógicamente perfecta ─como el esperanto─ al cabo
de un par de siglos habrían estallado los cuadros de su sintaxis, su léxico y
su fonética. El camino del idioma es tan tortuoso e irracional como el de la
vida. De otro modo el latín no se habría convertido en castellano y todavía
seguiríamos hablando como Cicerón.
Los inspectores de la moralidad lingüística (cuyo oficio
consiste en perseguir las malas costumbres actuales en nombre de las malas
costumbres antiguas) hablan de “corrupción”. Pero, ¿por qué en ese caso no
vituperan a Cervantes en lugar de divinizarlo? ¿O ignoran que ese escritor
carcelario[3] escribía
en latín totalmente corrupto?
En España, el casticismo es una calamidad bastante enérgica
por obra de la Academia. Pero aquí nos encontramos con gentes que a pesar de
sus bárbaros apellidos (y en rigor por eso mismo) resultan más españolistas que
los madrileños, hasta el punto de imitar sus equivocaciones. Y así, sobre todo
en la radiotelefonía, donde la tilinguería lingüística alcanza su cima, nos
dice “les invitamos a escuchar”[4], tomando
como elegancia lo que meramente es una confusión metropolitana de dativo y
acusativo.
La idea de fijar una lengua nace de la (ingenua) creencia en
su insuperable perfección. Personas anhelantes y maravilladas instan entonces a
guardarla en una vitrina, a cubierto del polvo, alejada del riesgo callejero,
protegida del vulgo y de los escritores descuidados. No satisfechos con el
vanidoso sentimiento de poseer el mejor idioma, pretenden además ser sus
depositarios absolutos.
Este asunto de la vitrina empieza para nosotros en 1492,
cuando Nebrija[5]
le decía a Isabel que la lengua castellana estaba “ya tanto en la cumbre, que
más se pudiera temer el descendimiento della que esperar la subida”. Que
Nebrija se equivocaba, como invariablemente se equivocan los gramáticos, lo
demuestran algunos considerables escritores luego del peligroso momento vítreo.
Pero, con teológica candidez, Nebrija creía que su época constituía algo enorme
y especialísimo. La idea es cómica pero no insólita: con frecuencia se supone
que el mundo ha evolucionado, pasando por amebas, megaterios y revoluciones, a
través de millones de años, para que el Hombre Contemporáneo alcance una
perfección insuperable. Sin advertir que una de las irremediables y
melancólicas características de ese Hombre es la de estar dejando de ser
Contemporáneo a cada minuto que pasa.
La idea de asimilar la lógica y la gramática fue sugerida por
Aristóteles, y hubo que llegar hasta el siglo XIX para que el mito empezara a
deteriorarse. Desde Humboldt[6] sabemos
que el idioma no es ergon sino energía, no es producto hecho sino
actividad. Y las categorías gramaticales, lejos de ser la expresión de
categorías lógicas, apenas son la petrificación de hechos psicológicos. Pero la
gramática no hace más que amenazarnos con sus pretensiones lógicas y sus
convenciones petrificadas. Y así nos prohíben usar el apócope “recién” sino es
con un participio pasado, lo que es perfectamente inútil, porque no sólo
nuestras costumbres sino nuestros grandes escritores han decidido lo contrario.
Como siguen escribiendo “inmiscuyo” o “agilizar”. ¿Y quién, que no sea un
incurable pedante, va a decir en nuestro país “solecito”, “mamaíta” o
“cieguezuelo”?
Después de todo, siempre se es bárbaro respecto del idioma
precedente. Y siendo eso inevitable, es preferible quedarse con los barbarismos
vivientes y expresivos, en lugar de llenarnos la boca con los barbarismos
antiguos. Esos mismos preceptores que hoy nos abruman con Dante lo habrían
criticado de haber sido sus contemporáneos, por su empeño de expresar su drama
en dialecto vulgar, cuando dominaba el fijo, limpio y esplendoroso latín. Pero
Dante les habría vuelto la espalda in
gran dispitto[7], porque
como todo creador sabía que el único lenguaje del artista es el viviente, el
lenguaje en que se vive, se ama y se muere, el lenguaje de la pasión y de la
verdad del hombre concreto.
Los gramáticos, empero, se pronuncian contra la anarquía, no
queriendo ver que los únicos lenguajes que han dejado de ser anárquicos son los
muertos. Y así, Américo Castro[8] nos
comunica que en la Argentina “las capas inferiores de la ciudad están actuando
anárquica y absurdamente sobre el idioma”. Es lícito preguntar cuándo un pueblo
ha actuado de otra manera. No por cierto el pueblo español, donde el latín dio
origen a productos tan curiosos como el castellano, el gallego y el catalán,
mucho más absurdamente alejados del latín que el argentino del español. Pero ya
hemos visto que la palara “absurdo”, que legalmente puede aplicarse al lenguaje
de la ciencia, nada tiene que hacer con el idioma de la existencia del hombre.
El joven escritor de Buenos Aires se encuentra, apenas
comienza a escribir, con un gran problema vinculado a todo esto que acabo de
examinar; algo mucho más importante que el mero problema de nuestra propia
modalidad lexicográfica (tema que ni siquiera merece ser discutido): el
problema del voseo.
El voseo está hecho sangre y carne en nuestro pueblo, y no
sólo en las capas inferiores de la sociedad, como menospreciativamente dice el
profesor Castro, sino en la casi totalidad de nuestro pueblo. ¿Cómo no
emplearlo en nuestras novelas o en nuestro teatro? El autor de ficciones no
debe sacrificar jamás la verdad profunda de su circunstancia, y el lenguaje que
debe emplear es el lenguaje en que su gente ha nacido, ha sufrido, ha gritado
en momentos de desesperación o de muerte, ha dicho las palabras supremas de
amistad o de amor, ha mezclado con sus risas o sus lágrimas, con sus
desventuras y sus esperanzas. Es el lenguaje que mamamos en nuestra infancia y
el que estuvo entrañablemente unido a nuestros juegos, a los pájaros y perros
que nos rodearon, a nuestros sueños y a nuestras pesadillas. ¿Y quién en Buenos
Aires, que no sea un personaje apócrifo o mal educado por gobernantas imbuidas
de una falsa idea del idioma va a emplear el tu y sus conjugaciones en una auténtica carta de amor, en un
momento de muerte o en un ruego dramático? ¿Qué argumentos puede mostrar el
profesor Castro para impedirnos el uso de ese bárbaro voseo?
Si nos propone las normas escritas de la Academia, es inútil,
porque ya sabemos que esas normas son violadas cada vez que un gran escritor o
un pueblo necesita hacerlo; más aún: es muy difícil que se preocupe de ellas, o
que siquiera las conozca o tenga presentes.
Si nos propone el célebre criterio de “los buenos autores”
entraríamos en una cuestión muy desagradable para el profesor Castro; porque
precisamente lo que nosotros juzgamos los buenos autores de Buenos Aires
emplean el voseo en sus novelas, en su teatro y en sus poemas. Quedaría el
recurso heroico de rechazar la bondad de escritores como Mansilla, Borges,
Cambaceres, Payró, Hernández, Marechal, Martínez Estrada, Güiraldes o Benito Lynch.
Sería duro y grotesco, pero es lo que consecuentemente debería hacer; y que
acaso piensa en el fondo de su corazón y no se atreve a expresar. Porque en el
fondo, hay que suponerlo, para Américo Castro un “buen autor” es alguien que
escribe como Américo Castro. Por lo demás, es relativamente sencillo ponerse de
acuerdo sobre la calidad de un autor cuando han pasado cuatro siglos; pero para
ese entonces, lamentablemente, ya estamos escribiendo una lengua diferente, que
no podemos valorar mediante las opiniones de un cadáver, aunque sea un ilustre
cadáver. Quedan entonces los autores vivientes, y Dios nos libre que su
jerarquía sea establecida por gramáticos como Américo Castro.
¿El “buen uso” de la lengua, entonces? ¿El uso de la gente
educada? Estamos en lo mismo. Si nuestros grandes escritores incurren en el
voseo y dicen la encantadora palabra “calesita” en lugar de “tío-vivo”, es muy
probable, por no decir que es completamente seguro, que nuestras personas
educadas han de emplear el mismo lenguaje. A menos que el profesor Castro nos
diga que la gente educada a que él se refiere es la gente educada en los
colegios de Toledo.
Por donde se lo busque, este problema no tiene solución para
los ansiosos defensores de la gramática eterna. El lenguaje lo hace el pueblo,
el pueblo todo, y, naturalmente, alcanza sus paradigmas en sus grandes poetas y
escritores. Grandes poetas y escritores que jamás violan lo que en germen o
tácitamente está en el ánimo de su pueblo, sino que lo llevan hasta las máximas
alturas de sutileza y de expresividad.
Por lo demás, los grandes autores cometen incorrecciones
gramaticales y tampoco, desde ese punto de vista, pueden ser juzgados como
ejemplares de “buen uso”. Si hojeamos cualquiera de los nuestros, encontraremos
a cada paso expresiones como “disiento con” o “plan a desarrollar” [9]. También
leo en un escritor español “hoy hacen, señor, según mi cuenta, un mes y cuatro
días…”. Acudo a uno de estos textos sagrados y verifico que, en efecto, se
incurre en una bárbara falta de concordancia, y que esta conversión de
acusativo es muestra de pésima educación gramatical. Pero como la frase
pertenece a Cervantes, me entran dolorosas dudas sobre el valor de esas normas.
Tratándose de ese autor, la mayor parte de los preceptores se pondrán o se
habrán puesto ya (la lectura de gramáticas no es mi pasión) a buscarle algún
justificativo y, en última instancia, no faltará quien eleve esa falta al rango
de excepción aconsejada para el buen uso; ese célebre buen uso tan fácil de
establecer varios siglos después, cuando se tienen todas las garantías de que
ese aventurero era un genio literario. Porque con las incorrecciones
gramaticales pasa como con los golpes de estado: si sus ejecutantes fracasan,
el golpe es una “siniestra intentona”, y sus jefes unos “bandoleros”; pero si
triunfan, señalan una fecha patria y sus cadillos se convierten en modelos
nacionales que deben ser imitados.
Tuve la suerte de recibir enseñanza de castellano cuando era
alumno del colegio secundario de la Universidad de La Plata, de Pedro Henríquez
Ureña. Así sólo de oídas pude conocer la diaria tortura que los casticistas
infligían a otros muchachos. Muchachos que recibían mala nota o eran humillados
porque decían “medias” en lugar de “calcetines”, o porque no eran capaces de
traducir los localismos de la condesa de Pardo Bazán. Y todavía puede leerse en
grandes diarios de Buenos Aires a enérgicos inspectores que escriben artículos
para denunciar los barbarismos de la lengua argentina: las “etiquetas” en lugar
de “marbetes” y los “sacos” en lugar de “chaquetas”.
Terminemos, pues. Cada cierto tiempo nos anuncian que el
mejor inglés se habla en Oxford y el mejor castellano en Toledo. Lo que implica
algo así como ese Origen Absoluto de Coordenadas que ansiosamente buscaban los
físicos anteriores a Einstein. La ciudad de Toledo representaría así la silla
absoluta del lenguaje castellano, y los pobres mortales que habitamos en otras
regiones del vasto imperio estaríamos condenados a farfullar dialectos más o
menos monstruosos según nuestras respectivas distancias a la Silla y a la
lengua platónica sobre ella.
La verdad no es ésa. Cada pueblo elabora una lengua diferente,
y sus matices fonéticos y sintácticos son consecuencia inevitable de su
historia, su geografía, su raza y hasta su clima y el color de los pájaros. Qué
se le va a hacer. Y en cada uno de esas naciones o regiones es posible alcanzar
esa lengua sus más sutiles y hermosas expresiones, en los poemas de sus grandes
poetas, en las novelas de sus prosistas y hasta en la gracia inefable de sus
chicos callejeros.
Ernesto Sábato
Páginas Vivas, Editorial Kapelusz, 1974
[1]
Talavera de la Reina. Ciudad de
España, en la provincia de Toledo, famosa por su cerámica.
[2]
Tercer Reich. Alemania bajo el régimen nacionalsocialista.
[3]
Escritor carcelario. Luego de vivir
cinco años en cautiverio en Argel, Cervantes regresa a España. Allí es
encarcelado dos veces: en Sevilla por un error de cuentas de un subordinado y
en Valladolid por un dudoso hecho de sangre.
[4]
Les invitamos a escuchar. Por “los
invitamos a escuchar”.
[5] Antonio Martínez de Cala y Jarava
conocido como Antonio de Nebrija fue
el pionero de la redacción de la gramática en 1492
[6]
Humboldt, Whilhelm, barón de. Filólogo y crítico alemán (1767-1835)
[7]
In gran dispitto. (Del ital.). Lit.,
con gran desprecio.
[8]
Castro, Américo. Ilustre filólogo
español contemporáneo.
[9]
“disiento con…”. Expresiones de uso
común que por ser usadas por los mejores escritores han dejado de ser
incorrectas. Porque lo que Sábato quiere decir es que el uso, impuesto por la
costumbre de todo un pueblo y realzado por sus grandes escritores, legaliza
esta clase de “barbarismos”.
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