sábado, 10 de noviembre de 2012

Eliette Abecassis



Reflexiones
 
Hoy en día, cuando escucho el concierto para violoncelo de Elgar, vuelvo a revivirlo todo: no hay nada como la música para evocar el pasado, con tanta precisión y tanta profundidad de espíritu. El gusto, el olfato o el tacto proporcionan efluvios intensos pero fugaces; y el esfuerzo, inmenso, para reconquistar el recuerdo es casi un trabajo para el alma. La visión de un sitio en otro tiempo habitado, antaño frecuentado, puede provocar una formidable nostalgia, pero el recuerdo de las épocas pasadas sigue siendo borroso, pues, capturado por la vista, no puede vagar por las zonas más recónditas y alejadas. Con la música, todo se ordena y se dispone como bajo el efecto de una máquina de remontar el tiempo. La música produce un impulso del corazón que dura y se profundiza, igual que una conversación entre dos amigos que rememoran lo mismo. Por eso nada puede entristecer más que un fragmento musical: el pasado es evocado con tal fuerza que uno casi siente que ha retrocedido y luego la caída hasta el presente es aún más vertiginosa.
Si, la música es una gnosis que revela los conocimientos enterrados en lo más hondo de nuestro interior. ¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Dónde estamos? ¿Adónde nos hemos visto arrojados? ¿Adónde vamos? A veces uno reflexiona sobre estas preguntas y otras no se las plantea, simplemente porque es feliz.
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Aún no había cumplido los seis años cuando mi padre me llevó al matadero. Él pretendía curtirme, enseñarme de qué iba la vida. Más tarde, cuando era un adolescente enfrascado en la búsqueda de mi identidad, me escondía para leer el periódico o escuchar la radio, porque me daba vergüenza que mis padres me tildaran de “intelectual”. De muy joven había aprendido a disimular y a mentir para evitar su compañía; para huir de la necedad. Me había construido un mundo reducido a mi alrededor, un universo mágico en el que interpretaba por turnos los papeles de los personajes que más me gustaban: héroes románticos, aventureros, como los de los libros de Alejandro Dumas. Me sedujo la figura de Herodoto porque, a los veinticuatro años, había abandonado su patria para viajar, para tomar notas y consignar historias y leyendas. Su estilo, sobrio y preciso, no desdeñaba las digresiones que e abrían a capricho según por donde discurrieran sus periplos: desde Egipto, donde se interesó por el culto a Hércules, hasta la ciudad de Tiro, en la que prosiguió con sus indagaciones. Llegó hasta la Cólquida donde preveía encontrar a los descendientes de los colonos que había dejado Sesostris. Volvió a embarcarse en Taso para después rodear el cabo y llegar a las costas del Helesponto. Nadie antes que él había viajado tanto para conocer a la humanidad. Nadie supo como él describir su verdadera naturaleza: la barbarie.
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Tal vez el Mal sea demasiado fuerte para Él. El Mal radical, el Mal cometido como un fin en sí mismo y no como n medio para llegar a otro fin. El Mal radical como un misterio, como la parte negra de la creación, lo incomprensible, el ser privado de ser, la nada de la nada, el triunfo del caos sobre el orden, la destrucción del espíritu y del cuerpo, la reducción de todo a nada; la nada, el insondable poder de la nada.
El Mal trascendente, ignominioso, el del asesinato individual, el del asesinato en masa, el de la tortura y de la degradación física, el Mal ingenioso y vicioso, servil y dominador, el Mal pensado y calculado, lentamente preparado, concienzudamente ejecutado, el Mal aventajado por el mal, superado, aumentado sin pausa, el Mal en relación al cual la crueldad es un juego de niños, el Mal civilizado, el de las personas instruidas y educadas, el Mal decidido, inquebrantable, al que llamamos barbarie.
Parece loco, insensato, y sin embargo se aplica de forma racional, como una máquina implacable. Supera todos los horrores de la imaginación, todas esas pesadillas que nos despiertan de noche con esa extraña impresión de realidad; pero allí es al revés, allí se vive en un decorado alucinante, de fuego, de carne y de sangre, y el sueño es el único momento de tregua. Ese mal supera la idea que se tiene del infierno, pues el infierno es las llamas que arden de manera indefinida, es la tortura y el suplicio para los hombres que han cometido faltas y eso todavía tiene un sentido.
Incluso cundo se mata a un hombre, no es preciso degradarlo como lo hace el mal radical; incluso cuando se mata a un hombre, no se lleva a cabo esa clase de mal y es posible perdonar a los asesinos de los propios hijos, si se sabe por qué y cómo han actuado, por sufrimiento o por pobreza, por amor o por celos. Esa clase de mal, en cambio no es explicable. Shakespeare no lo comprendió y por eso pintó jorobado a Ricardo III: cualquier hombre tan feo, deforme y repugnante como él haría el mal para vengarse de los hombres que lo detestan por lo que es; ese aborrecimiento es tan insoportable que prefiere ser odiado por lo que hace. Pero el mal radical lo ejecuta el hombre de facciones agraciadas y altivo porte, de estatura elevada y cuerpo recio, el hombre afortunado en el amor, el hombre próspero, el hombre casado que se reúne con su mujer y sus hijos después de haber destruido a una multitud. No, el mal no es repulsivo como Ricardo: es seductor; sugiere, tienta y atrae, arroba los sentidos, cautiva a la razón y, situado en pleno centro del tiempo, engatusa al hombre con el espejismo del Poder.
Manipulador, hábil calculador, refinado estratega, es forzosamente inteligente, tiene una capacidad inventiva genial, es prolífico y nunca le faltan argumentos. Lo propio del mal es engendrar males, propagarse, ser legión. Se extiende como una plaga, como una enfermedad contagiosa, como una peste. Así es como se normaliza, se banaliza y se aburguesa, así se transforma en costumbre, norma y ley. Es erróneo pensar que el mal se reconoce por su caos: lo propio del mal es llevar una existencia respetable.
Es como un carnicero que corta carne todos los días, que la pesa y la vende porque es el acto más natural del mundo, porque ése es su cometido; porque hay que comer y nadie podría poner en tela de juicio tal necesidad. Pero de repente, la carne es la carne del hombre, es la sangre que circula por sus venas, flores del barrizal, renuevos aplastados.
El mal monstruoso, infame, ahuyenta la vida; el mal es la muerte, ese escándalo intolerable, es la muerte que se inmiscuye en el fuego sagrado, es la muerte que entra en la vida a través de la vida, a través de la voluntad del hombre.
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Al principio de la Creación, la tierra estaba desierta y vacía y las tinieblas cubrían el abismo y el espíritu de Dios planeaba sobre la superficie de las aguas, y dijo Dios: “Hágase la luz” y la luz se hizo. Pero la luz no era buena: sirvió para iluminar a los nazis en la ejecución de sus crímenes.
E hizo Dios el firmamento entre las aguas que hay debajo del firmamento y las que hay sobre el firmamento y dijo “reúnanse en un solo lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco”, y llamó “tierra” a lo seco y a la reunión de las aguas llamó “mar”. Pero los cielos no eran buenos: presenciaron lo que ocurría, sin rugido ni cólera.
Dijo Dios “produzca la tierra vegetación: plantas con semillas, árboles frutales que den sobre la tierra fruto según su especie, con la semilla dentro”, pero en verdad, todo aquello era bastante malo: aquella vegetación crecía sin preocuparse por la composición de sus abonos.
Creó lumbreras en el firmamento de los cielos para separar el día de la noche, como señales para dar luz a la tierra. Hizo la lumbrera mayor y la lumbrera menor, pero éstas se sucedieron sin detenerse para protestar contra lo que ocurría. La oscuridad no fue total y el sol asistió al exterminio de los hombres sin velarse el rostro. La gran lumbrera no dejó de brillar sobre los campos y la pequeña lumbrera apareció puntualmente sobre ellos. Eran los espectadores de ese crimen abominable.
Creó a los animales, a los grandes monstros marinos, a las fieras salvajes según su especie, a los ganados según su especie y a todos los reptiles de la tierra según su especie: pero los monstruos marinos no engulleron a los navíos en el mar y las aves siguieron volando sobre los campos, las fieras salvajes no se abatieron sobre Europa, no protegieron a los judíos en su horno ardiente.
Y después creó al hombre: y éste fue el peor de todos ellos. Y el hombre que Dios hizo a su imagen creó el Mal absoluto conforme a su modelo.
Y la serpiente, que no precisaba de gran astucia para constatar aquello, tentó a la mujer, tentó al hombre, que no se hizo rogar para cometer la falta irremediable, y así fue como abandonaron el Edén.

Eliette Abecassis

El oro y la ceniza (fragmentos)
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharpmpv. 2006; msh-tools.com/ebook/

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