La Tregua

Lunes 11 de febrero
Sólo me faltan seis meses
y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo
menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo.
Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no el ocio lo
que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo? El
jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para
contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi
futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo
diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo
desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir?
Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas.
¿Y eso qué? Imagino una notita bibliográfica sobre “los atendibles valores de
este novel autor que roza la cincuentena” y la mera posibilidad me causa
repugnancia. Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con
sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa
que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima
solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa
melancólica h pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época
en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de
nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de
acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada,
pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos,
de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético,
sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel
rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero
parecer patética.
Viernes 15 de febrero
Para rendir pasablemente
en la oficina, tengo que obligarme a no pensar que el ocio está relativamente
cerca. De lo contrario, los dedos se me crispan y la letra redonda con la que
debo escribir los rubros primarios, me sale quebrada y sin elegancia. La
redonda es uno de mis mejores prestigios como funcionario. Además, debo
confesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras como la M mayúscula
o la b minúscula, en las que me he permitido algunas innovaciones. Lo que menos
odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo: el volver a pasar un
asiento que ya redacté miles de veces, el efectuar un balance de saldos y
encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias a buscar. Ese tipo de
labor no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas y hasta (¿por qué no
decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es como si me dividiera en dos entes
dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de memoria su trabajo,
que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está seguro siempre de
dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente apasionado, un tipo triste
que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría, un distraído a
quien no le importa por dónde corre la pluma ni qué cosas escribe la tinta azul
que a los ocho meses quedará negra.
En mi trabajo, lo
insoportable no es la rutina; es el problema nuevo, el pedido sorpresivo de ese
Directorio fantasmal que se esconde detrás de actas, disposiciones y
aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o un estado analítico o
una previsión de recursos. Entonces sí, como se trata de algo más que rutina,
mis dos mitades deben trabajar para lo mismo, ya no puedo pensar en lo que
quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la nuca, como un parche
poroso. ¿Qué me importa la ganancia probable del rubro Pernos de Pistón en el
segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me importa el modo más práctico
de conseguir el abatimiento de los Gastos Generales?
Hoy fue un día feliz;
sólo rutina.
Lunes 18 de febrero
Ninguno de mis hijos se parece
a mí. En primer lugar, todos tienen más energía que yo, parecen siempre más
decididos, no están acostumbrados a dudar. Esteban es el más huraño. Todavía no
sé a quién se dirige su resentimiento, pero lo cierto es que parece un
resentido. Creo que me tiene respeto, pero nunca se sabe. Jaime es quizá mi
preferido, aunque casi nunca pueda entenderme con él. Me parece sensible, me
parece inteligente, pero no me parece fundamentalmente honesto. Es evidente que
hay una barrera entre él y yo. A veces creo que me odia, a veces que me admira.
Blanca tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con
vocación de alegre. Por lo demás, es demasiado celosa de su vida propia,
incanjeable, como para compartir conmigo sus arduos problemas. Es la que está
más tiempo en casa y tal vez se sienta un poco esclava de nuestro desorden, de
nuestras dietas, de nuestra ropa sucia. Sus relaciones con los hermanos están a
veces al borde de la histeria, pero se sabe dominar y, además, sabe dominarlos
a ellos. Quizá en el fondo se quieran bastante, aunque eso del amor entre
hermanos lleve consigo la cuota de mutua exasperación que otorga la costumbre.
No, no se parecen a mí. Ni siquiera físicamente. Esteban y blanca tienen los
ojos de Isabel. Jaime heredó de ella su frente y su boca. ¿Qué pensaría Isabel
si pudiera verlos hoy, preocupados, activos, maduros? Tengo una pregunta mejor:
¿qué pensaría yo, si pudiera ver hoy a Isabel? La muerte es una tediosa
experiencia; para los demás, sobre todo para los demás. Yo tendría que sentirme
orgulloso de haber quedado viudo con tres hijos y haber salido adelante. Pero
no me siento orgulloso, sino cansado. El orgullo es para cuando se tienen
veinte o treinta años. Salir adelante con mis ojos era una obligación, el único
escape para que la sociedad no se encarara conmigo y me dedicara la mirada
inexorable que se reserva a los padres desalmados. No cabía otra solución y
salí adelante. Pero todo fue siempre demasiado obligatorio como para que
pudiera sentirme feliz.
Martes 19 de febrero
A las cuatro de la tarde
me sentí de pronto insoportablemente vacío. Tuve que colgar el saco de lustrina
y avisar en Personal que debía pasar por el Banco República para arreglar aquel
asunto del giro. Mentira. Lo que no soportaba más era la pared frente a mi
escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo almanaque con un
febrero consagrado a Goya. ¿Qué hace Goya en esta vieja casa importadora de
repuestos de automóviles? No sé qué habría pasado si me hubiera quedado mirando
el almanaque como un imbécil. Quizá hubiera gritado o hubiera iniciado una de
mis habituales series de estornudos alérgicos o simplemente me hubiera
sumergido en las páginas pulcras del Mayor. Porque ya he aprendido que mis
estados de pre-estallido no siempre conducen al estallido. A veces terminan en
una lúcida humillación, en una aceptación irremediable de las circunstancias y
sus diversas y agraviantes presiones. Me gusta, sin embargo convencerme de que
no debo permitirme estallidos, de que debo frenarlos radicalmente so pena de
perder mi equilibrio. Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda
del aire libre, del horizonte de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces
no llego al horizonte, y me conformo con acomodarme en la ventana de un café y
registrar el pasaje de algunas buenas piernas.
Estoy convencido de que
en horas de oficina la ciudad es otra. Yo conozco el Montevideo de los hombres
a horario, los que entran a las ocho y media y salen a las doce, los que
regresan a las dos y media y se van definitivamente a las siete. Con esos
rostros crispados y sudorosos, con esos pasos urgentes y tropezados; con ésos
somos viejos conocidos. Pero está la otra ciudad, la de las frescas pitucas que
salen a media tarde recién bañaditas, perfumadas, despreciativas, optimistas,
chistosas; la de los hijos de mamá que se despiertan al mediodía y a la seis de
la tarde llevan aún impecable el blanco cuello de tricolina importada, la de
los viejos que toman el ómnibus hasta la Aduana y regresan luego sin bajarse,
reduciendo su módica farra a la sola mirada reconfortante con que recorren la
Ciudad Vieja de sus nostalgias; la de las madres jóvenes que nunca salen de
noche y entran al cine, con cara de culpables, en la vuelta de las 15.30; la de
las niñeras que denigran a sus patronas mientras las moscas se comen a los
niños; la de los jubilados y pelmas varios, en fin, que creen ganarse el cielo
dándole migas a las palomas en la plaza. Estos son mis desconocidos, por ahora
al menos. Están instalados demasiados cómodamente en la vida, en tanto yo me
pongo neurasténico frente a un almanaque con su febrero consagrado a Goya.
Jueves 21 de febrero
Esta tarde, cuando venía
de la oficina, un borracho me detuvo en la calle. No protestó contra el
gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los
innumerables temas de la beodez universal. Era un borracho extraño, con una luz
especial en los ojos. Me tomó de un brazo y dijo, casi apoyándose en mí: “¿Sabés lo que te pasa? Que
no vas a ninguna parte”. Otro tipo que pasó en ese instante me miró con una
alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero
yo hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a
ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado.
Mario Benedetti
Las cinco primeras anotaciones del diario en La Tregua, 1960. Buenos Aires, Editorial Alfa Argentina, 1974
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