Pierre Menard, autor del Quijote
A Silvina Ocampo
Me consta que es
muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán
mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables
tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas
que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado
de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con
el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las
víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la
muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una
carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito.
Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la
obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado
con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que
siguen:
a) Un soneto
simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una
monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos
que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino
objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades
poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una
monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de
Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica
universalis de Leibniz
(Nîmes, 1904).
e) Un artículo
técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los
peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa
innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los
borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa
francesa, ilustrado con
ejemplos de
Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia
de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio
al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les
Problèmes
d un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las
soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este
libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de
Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y renueva los capítulos dedicados
a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado
análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo
de 1921). Menard
-recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que
nada tienen que ver con la crítica.
o) Una
transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928).
p) Una invectiva
contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva,
dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre
Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió
peligro.)
q) Una
«definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» -la
locución es de
otro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualmente publica esta dama para
rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a
Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su
belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de
admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista
manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.1
Hasta aquí (sin
otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o
ávido, álbum de madame Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en su
orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente
heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa
obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos
noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un
fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate;
justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.2
Dos textos de
valor desigual inspiraron la
empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis -el que
lleva el número 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que
sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street.
Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo
aptos -decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es
peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son
iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución
contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet:
conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su
escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo,
calumnian su clara memoria.
No quería
componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino «el» Quijote. Inútil agregar
que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía
copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran
-palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.
«Mi propósito es
meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne.
«El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo externo,
Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que mi
divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en
agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto
perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de
años.
El método
inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe
católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa
entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard
estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del
siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el
lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los
medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser
en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció una disminución.
Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo -por
consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las
experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo
excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo
hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado presentar
el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste,
naturalmente, se negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil,
esencialmente -leo en otro lugar de la carta - Me bastaría ser inmortal para
llevarla a cabo.»
¿Confesaré que
suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo
hubiera pensado Menard?
Noches pasadas,
al hojear el capítulo XXVI -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo de
nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos,
la dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro
físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué
precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un
español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto.
«El Quijote -aclara Menard-
me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No
puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was
enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz
de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo,
naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.)
El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario.
Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una
tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he
releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He
cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por
el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen
anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley
me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de
Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba
componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y
de la invención. Yo
he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra
espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga
a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa
aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita.
Componer el Quijote a principios del siglo Xvii era una empresa
razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No
en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos.
Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos
tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de
Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre
realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de
Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría
aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard,
con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores
ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local.
Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a
Salammbô, inapelablemente. No menos asombroso es considerar
capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte,
«que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las
letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior,
de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las
armas.
Cervantes era un
viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard
-hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russellreincida en esas
nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y
típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada
perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia
de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me
atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia
de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el
estricto reverso de las preferidas por él.
(Rememoremos
otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques
Reboul.) El texto de
Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi
infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad
es una riqueza.)
Es una
revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste,
por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
... la verdad cuya madre es la historia,
émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el
siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un
mero elogio retórico de la
historia. Menard , en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia,
émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia,
«madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William
James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen.
La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió.
Las cláusulas finales -«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir»-
son descaradamente pragmáticas.
También es
vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al
fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con
desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio
intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una
descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo
-cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la
literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard-
fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico,
de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo.
La gloria es una
incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de
nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas
derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas
del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos
y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores;
corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.3 No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que
no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado
que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el que
deben traslucirse los rastros -tenues pero no indescifrables- de la «previa»
escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard,
invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
«Pensar,
analizar, inventar -me escribió también- no son actos anómalos, son la normal respiración
de la
inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa
función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo
estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez
o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo
que en el porvenir lo será.»
Menard (acaso
sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y
rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones
erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera
posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri Bachelier como si
fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más
calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? Nîmes,
1939
1 Madame Henri Bachelier enumera
asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la
biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una
broma de nuestro amigo, mal escuchada.
2 Tuve también el propósito secundario
de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con
las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz
delicado y puntual de Carolus Hourcade?
3 Recuerdo sus cuadernos cuadriculados,
sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de
insecto.
En los
atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar
consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.
Jorge Luis Borges
Ficciones
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