LOS CAUTIVOS DE LONGJUMEAU
"El Postillón de Longjumeau” anunciaba ayer el deplorable fin de
los Fourmi. Esta hoja tan recomendable por la abundancia y por la calidad de su
información se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la
desesperación que había precipitado al suicidio a esta pareja, considerada tan
feliz.
Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel,
no habían salido de la ciudad ni un solo día.
Aliviados por previsión paterna de las inquietudes pecuniarias que
suelen envenenar la vida conyugal, ampliamente provistos, al contrario, de lo
requerido para endulzar un género de unión legítima, sin duda, pero poco
conforme a ese afán de vicisitudes amorosas que impulsa al versátil ser humano,
realizaban, a los ojos del mundo, el milagro de la ternura a perpetuidad.
Una hermosa tarde de mayo, el día que siguió a la caída del señor
Thiers, aparecieron en el tren de circunvalación con sus padres, venidos para
instalarlos en la propiedad deliciosa, que albergaría su dicha.
Los longjumelianos de corazón puro contemplaron con enternecimiento a
esta linda pareja, que el veterinario comparó sin titubear a Pablo y Virginia.
En efecto, ese día estaban muy bien y parecían niños pálidos de gran
casa.
Maître Piécu, el notario más importante de la región, les había
adquirido, en las puertas de la ciudad, un nido de verdura, que los muertos
hubieran envidiado. Pues hay que convenir que el jardín hacía pensar en un
cementerio abandonado. Este aspecto no debió desagradarles, pues no hicieron,
en lo sucesivo, ningún cambio y dejaron que las plantas crecieran a su
arbitrio.
Para servirme de una expresión profundamente original de Maître Piécu,
vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie no por maldad o desprecio, sino,
sencillamente, porque no se les ocurría.
Además, hubiera sido necesario soltarse por algunas horas o algunos
minutos, interrumpir los éxtasis, y, a fe mía dada la brevedad de la vida, les
faltaba el valor para ello.
Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler
cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un
objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto.
Pero al entrar olvidó cual era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía
grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que
deseaba. Éste renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de
tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se
vio obligado a decir al importuno.
—Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su
imagen lo bastante para hacer lo que me pide.
Con frecuencia, el señor y la señora Fourmi me han hecho pensar en el
ermitaño. Hubieran dado gustosos todo lo que se les pidiera si lo hubieran
recordado un solo instante.
Sus distracciones eran célebres y se comentaban hasta en Corbeil. Sin
embargo, esto no parecía afectarlos, y la funesta resolución que ha concluido
con sus vidas tan generalmente envidiadas tiene que parecer inexplicable.
Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de
soltero, me ha permitido reconstruir, por inducción, toda su lamentable
historia.
He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un
imbécil.
''...Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra
palabra, infamemente. Por paciente que seas, supongo que ya estarás harto de
invitarnos. La verdad es que esta última vez, como las anteriores, no tenemos
excusa, mi mujer y yo. Te habíamos escrito que contaras con nosotros y no
teníamos absolutamente nada que hacer. Sin
embargo, hemos perdido
el tren, como
siempre.
"Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los
vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un
atroz ridículo, pero empiezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos
víctimas de una grotesca fatalidad. Todo es inútil. Para alcanzar el tren de
las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y
hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se
incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el vestido de
Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedábamos dormidos en la sala de
espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos
despertaran a tiempo, etcétera, etcétera... La última vez olvidé mi
portamonedas. En fin, te repito, hace quince años que esto dura y siento que
ahí está nuestro principio de muerte. Por esa causa, tú lo sabes, todo lo he
malogrado, me he disgustado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo,
y mi pobre Julieta se ve envuelta, claro está, en la misma reprobación. Desde
nuestra llegada a este lugar maldito, hemos faltado a setenta y cuatro
entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a un millar de visitas o
diligencias indispensables. He dejado que reventara mi suegra sin volver a
verla ni una sola vez, aunque estuvo enferma cerca de un año, cosa que nos
privó de tres cuartas partes de su herencia, que nos escamoteó furiosa, en un
codicilo, la víspera de su muerte.
"No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos
ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de
Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y
vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará
insoportable...”
Suprimo el resto en que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado
íntimas. Pero doy mi palabra de honor, de que no era un hombre vulgar, de que
fue digno de la adoración de su mujer y de que esos dos seres merecían algo
mejor que acabar estúpida e indecentemente como han acabado.
Ciertas particularidades que me permito reservar me sugieren la idea de
que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa
del Enemigo del hombre, que los condujo, por medio de un notario evidentemente
infernal, a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde no ha habido poder
humano que los arranque. Creo, en verdad, que no podían huir, que había
alrededor de su morada un cordón de tropas invisibles, cuidadosamente elegidas
para sitiarlos, contra las cuales era inútil toda energía.
El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían
devorados por la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza,
esencialmente migratorios.
Antes de unirse, habían tenido la sed de rodar tierras. Cuando no eran
más que novios, fueron vistos en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en
Clamart, en Montre-tout. Un día alcanzaron hasta Saint-Germain.
En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, esta rabia de
exploraciones audaces, de aventuras por mar y tierra, se había exasperado.
Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios, de
atlas ingleses y de atlas germánicos. Hasta tenían un mapa de la luna publicado
por Gotha bajo la dirección de un botarate llamado Justus Perthes.
Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes
célebres, libros exclusivos de esa biblioteca, no había diario de viajes, Tour
du Monde o boletín de sociedad geográfica, del que no fueran suscriptores.
Llovían en la casa, sin intermitencia, las guías de ferrocarril y los
prospectos de las agencias marítimas.
Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a
punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos,
más peligrosos o más inexplorados.
He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente
para Borneo, la Tierra del Fuego, Nueva Zelanda o Groenlandia.
Muchas veces, en efecto, estuvieron a un ápice de la partida. Pero el
hecho es que no partían, que no partieron jamás porque no podían y no debían
partir. Los átomos y las moléculas se coaligaban para sujetarlos.
Un día, sin embargo, hará diez años, creyeron escapar. Habían
conseguido, contra toda esperanza, meterse en un vagón de primera clase que los
conduciría a Versalles. ¡Libertad! Ahí, sin duda, se rompería el círculo
mágico.
El tren se puso en marcha, pero ellos no se movían. Se habían ubicado,
naturalmente, en un coche destinado a quedar en la estación. Había que volver a
empezar. El único viaje que debían lograr era evidentemente el que acababan de
emprender, ay de mí, y su carácter, que conozco tan bien, me induce a creer que
lo prepararon temblando.
LÉON BLOY.
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LÉON BLOY, literato
francés, nacido en Périgueux (1846), muerto en Bourg la Reine (1917). Autor de:
Le Déses¬peré (1887); Christophe Colomb devant les Taureaux (1890); Le Salus
par les Juifs (1892); Sueur de Sang (1894); La Femme Pauvre (1897); Léon Bloy
devant les Cochons (1898); Celle qui Pleure (1906); L'Âme de Napoleon (1912).
Aparecido en:
Jorge Luis Borges,
Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Antología
de la literatura fantástica (1965). Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1965, 2009.