Los fantasmas
El 31 de diciembre a la mañana el matrimonio Pagalday visitó
el piso, ya de su propiedad, en la obra de la calle José Bonifacio 2161, en
compañía de Bartolo Sacristán Olmedo, el paisajista que habían contratado para
que dispusiera las plantas en los dos amplios balcones del departamento, frente
y contrafrente. Subieron por las escaleras cubiertas de escombros hasta el
nivel de la mitad de la estructura: el piso que habían adquirido era el
tercero. El edificio estaba fraccionado en pisos enteros. Además de los
Palgaday, había sólo seis propietarios más, todos los cuales se apersonaron esa
mañana, la última del año, para verificar los progresos de la construcción. Los
albañiles se afanaban visiblemente. Hacia las once, era un caos de gente. Para
decir la verdad, era la fecha en que según los contratos debían entregarse los
siete pisos terminados; pero como suele suceder, hubo una demora. Félix Tello,
el arquitecto de la empresa constructora, subió y bajó cincuenta veces
atendiendo a las inquietudes de los copropietarios, que en general se
presentaron acompañados: el que no traía al alfombrista para medir los pisos,
traía el carpintero, o al ceramista, o a la decoradora. Sacristán Olmedo
hablaba de las palmeras enanas que harían hileras en los balcones, mientras los
niños Pagalday correteaban por las habitaciones sin pisos ni puertas ni
ventanas. Estaban colocando los acondicionadores de aire, antes que los
ascensores, que esperaban turno para después del feriado. Por ahora utilizaban
los huecos para izar materiales. Con tacos altísimos, las señoras trepaban las
escaleras polvorientas y llenas de cascotes; como tampoco estaban puestas las
barandas, debían ser especialmente cautelosas. El primer nivel subterráneo era
el de las cocheras, comunicado con la acera por una rampa todavía desprovista
de su pavimento especial antideslizante. El segundo, las bauleras o depósitos.
Encima del sexto piso, la pileta de natación climatizada y el salón de juegos,
con un amplio panorama de techos y calles. Y el departamento del portero, que
aunque estaba tan incompleto como el resto de la obra ya albergaba, desde hacía
meses, a una familia, la del sereno Raúl Viñas, un albañil chileno de toda
confianza, aunque se había revelado un tremendo borracho. El calor era
sobrenatural. Asomarse desde allí arriba, peligroso. Faltaban los vidrios que
cercarían toda la terraza. Los visitantes retuvieron a los niños lejos de los
bordes. Es cierto que los ambientes en construcción parecen más chicos de lo
que resultan una vez que están colocadas las ventanas, las puertas y los pisos.
Eso todo el mundo lo sabe; sin embargo, también parecían más grandes. Domingo
Fresno, el arquitecto que haría la decoración del segundo, se paseaba inquieto
por ese extenso laberinto, como sobre las arenas de un páramo. Tello había
hecho más o menos bien su trabajo. El edificio, por lo menos, se sostenía sobre
sus cimientos; también podría haberse fundido como un helado bajo el sol. Del
primero no había venido nadie. En el cuarto los Kahn, un matrimonio más bien
mayor con dos hijas jóvenes, se hallaban acompañados de la decoradora, la
extraordinaria Elida Gramajo, que hacía cálculos de cortinados en voz alta. Todos
los detalles debían ser tenidos en cuenta. La exposición de cada detalle
requería que se midiera su espacio propio y el circundante. Cada milímetro de
las tres dimensiones de esa gran jaula de hormigón era medido
consiguientemente. Una dama vestida de violeta resoplaba en las escaleras entre
el quinto y el sexto. Otros no necesitaban tomarse el trabajo: subían y bajaban
flotando, inclusive a través de las losas. La demora que se había producido no
incomodaba a los dueños, y no sólo porque contra la entrega debía completarse
el pago de las unidades; es que preferían disponer de un poco de tiempo extra
para gestionar los preliminares de mobiliario y confort. Las mediaciones
expandían el espacio ilusoriamente disminuido; del mismo modo se expandía el
lapso de la mudanza. Además habría sido violento tomar posesión justamente el
día de fin de año. En el quinto piso, Dorotea y Josefina Itúrbide Sansó, dos
niñas de cinco y tres años, levantaban polvo de cal con sus piecitos calzados
en sandalias, mientras los padres conversaban apaciblemente con Félix Tello.
Este último se excusó para saludar a la dama de violeta y la acompañó al piso
superior. Hubo presentaciones con los Kahn, que bajaban del salón común de
esparcimiento. Los Pagalday en tanto se asomaban al balcón sobre la calle
Bonifacio, a la altura de los grandes plátanos. Aunque no tenían las verjas
protectoras, los balcones de balaustradas altas eran el sitio más seguro por el
momento para los niños. Había una gran puerilidad esa mañana. Todo era de los
niños. A la expansión producida por las medidas, y el sentimiento de
contracción propio del peligro, se superponía el mundo infantil. El universo
real se mide en milímetros, y es gigantesco. Donde hay niños, hay siempre una
mediación en las dimensiones. Los decoradores eran artesanos de miniaturas.
Además, esa gente pudiente y este negocio suculento tenían ambos por objeto la
comodidad de los niños, sin los cuales sus padres habrían preferido vivir en
hoteles. Horribles hombres semidesnudos, los albañiles iban y venían entre
ellos. La frontera entre pobres y ricos, entre seres humanos y bestias, era una
raya temporal; donde ahora estaban unos, dentro de un tiempo estarían los
otros; el treinta y uno, a despecho de su simbolismo, aludía con cruda obviedad
a esta situación. Que los pobres también tenían derecho a ser felices, y que
inclusive podían serlo, es otra verdad incontrastable. Entre las cantidades
grandes y pequeñas de dinero, el mediador es el uso, y más aun la diversidad de
usuarios; la posesión por otro lado es tan momentánea como la conjunción que se
había dado en la obra esa mañana. Fresno se proponía colocar tantas plantas
adentro como Sacristán Olmedo afuera. En cierto sentido, todos ellos eran
paisajistas. Es más, por el momento todo era exterior. El edificio estaría
terminado cuando todo se volviera interior. Un pequeño universo íntimo y
blindado. El mismo Félix Tello se borraría como una nubecilla de polvo aventada
por el paso de los años. Los niños crecerían aquí, al menos por un tiempo. La
familia de la planta baja, de apellido López, tenía hijos pequeños, y se
hallaba en el patio cuadrado del fondo, ya embaldosado, rojo. Los del segundo,
que llegaron al mediodía, eran los padres de la dama de violeta que viviría en
el sexto: vinieron con los hijos de ella. Era difícil que pudiera haber más
niños; cada uno de ellos tendría su paisaje privado, uno encima del otro. La
Gramajo se había pasado tres horas tomando notas, apuntando números que sacaba
del espacio. La señora de Itúrbide dijo haber visto un monstruo horrible gordo
como un luchador de sumo. Era un santiagueño. Por el hueco del ascensor había
una plataforma con baldes jalada por un motorcito. Hacia la una, cuando se
retiraban, hubo una improvisada reunión en la planta baja, donde estaba más
fresco. Desde el último piso se veía el patio de la comisaría, que estaba a la
vuelta, en la calle Bonorino. Un caballero mayor, el carpintero de los López,
había tomado medidas de varias paredes para construir bibliotecas y armarios.
Dada la modalidad de adquisición adelantada, todos habían preferido hacer los
armarios a su gusto. La constructora había propuesto una empresa de carpintería
que terminó haciéndose cargo de cuatro de los pisos: sus talleres recibirían
las órdenes directamente de los decoradores. Abajo, mientras los padres
conversaban, varios chicos observaban a los peones llenado de escombros una
gran tolva de metal en la calle; subían las carretillas por un tablón inclinado
que atravesaba la vereda; las señoras que venían con los changuitos cargados
del supermercado de la esquina, para la comilona de la noche, debían bajar a la
calle, maniobra que ejecutaban a disgusto. Domingo Fresno conversaba con un
joven arquitecto de barba, conocido suyo, que haría la decoración del sexto.
Encontraban que su momento de entrar en acción se aproximaba vertiginosamente:
aunque la obra tenía todo el aspecto de incompleta y precaria, con tanto
escombro y espacios abiertos, cualquier día de éstos podía estar terminada.
Elida Gramajo, que ya se había retirado, pensaba lo mismo. Menos conscientes,
los propietarios pensaban otra cosa. Pero eran ellos quienes debían haber visto
desvanecerse en el aire, como globos que reventaran sin ruido, y sin dejar
huellas, a los albañiles. Los electricistas dejaron de trabajar a la una en
punto y se fueron. Tello conversó un momento con el jefe de la cuadrilla y
después fueron a examinar los planos, en los que se entretuvieron un buen
cuarto de hora. El pasado de los cables se hacía muy rápido, y los enchufes y
todo lo demás podía quedar listo en una tarde. Los padres de la señora de
violeta subieron con los niños a ver el salón superior y la piscina; esta tenía
ya su revestimiento de pequeños azulejos celestes. Una mujer delgadísima y mal
vestida colgaba ropa en un cordel, en lo que sería el patio del departamento
del portero. Era Elisa Vicuña, la mujer del sereno. Los visitantes levantaron
la vista a la forma extraña e irregular del tanque de agua, que coronaba el
edificio, con la gran antena parabólica que alimentaría las imágenes
televisivas de todos los pisos. En el borde de esta antena, un borde afilado de
metal en el que no se habría atrevido a posarse un pájaro, estaban sentados
tres hombres enteramente desnudos, con la cara vuelta hacia el sol del
mediodía; por supuesto nadie los vio.
César Aira (1990)

Fragmento inicial de Los
fantasmas, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano S.R.L., 1990
César Aira es un escritor argentino nacido el 23 de febrero
de 1949, en Coronel Pringles. Ha publicado más de 60 obras