Mellizos

Leandro y Vicente Acuña eran gemelos, tan
pero tan iguales que ni siquiera los padres eran capaces de diferenciarlos. No
era raro que uno de los dos cometiera un desaguisado y la bofetada correctiva
la recibiera el otro. En la etapa estudiantil todas fueron ventajas. Se
repartían cuidadosamente las materias. Si eran ocho, cada uno estudiaba cuatro
y rendía dos veces el mismo examen, una como Leandro y otra como Vicente. Para
ese par de aprovechados la sinonimia orgánica constituía normalmente una
diversión, y cuando se encontraban a solas repasaban, a carcajada limpia, las
erratas de la jornada.
Leandro era un centímetro más alto que
Vicente, pero nadie andaba con un metro para comprobarlo. Por añadidura, ambos
usaban boinas, una verde y otra azul, pero se las intercambiaban sin el menor escrúpulo.
El problema sobrevino cuando conocieron a
las hermanas Brunet: Claudia y Mariana, también mellizas gemelas y
turbadoramente idénticas. Como era previsible, los Acuña se enamoraron de las
Brunet y viceversa. Dos a dos, seguro, pero quién de quién.
Claudia creyó prendarse de Leandro, pero su
primer beso apasionado lo recibió Vicente. Ese error también originó el
conflicto interno entre los Acuña, y no fue totalmente resuelto con el recurso
del humor.
En otra ocasión, Vicente fue al cine con
Mariana.
Cuando la película llegó a su fin y se
encendieron las luces, ella contempló el brazo desnudo del mellizo de turno, y
dijo, con un poco de asombro y otro poco de sorna: «Ayer no tenías ese lunar».
El desenlace de aquellas semejanzas
encadenadas fue más bien sorpresivo. Una tarde en que Claudia viajaba en un
taxi junto a su padre, al chofer le vino un repentino desmayo y el coche se
estrelló contra un muro. El chofer y el padre quedaron malheridos pero
sobrevivieron. Claudia, en cambio, murió en el acto.
En el concurrido velatorio, Leandro y
Vicente se abrazaron con una llorosa y angustiada Mariana. De pronto ella puso
distancia con el doble abrazo, y se dirigió, con paso inseguro, a la habitación
donde yacía el cuerpo de la pobre Claudia. Los mellizos se mantuvieron, en
respetuoso silencio, simplemente como dos más en el grupo de dolientes.
Pasados unos minutos, reapareció Mariana.
Con una servilleta, suplente de pañuelo, enjugó su última edición de lágrimas.
Los mellizos la miraron inquisidoramente, como preguntándole: «Y ahora ¿con
quién?».
Ella entonces englobó a ambos con una
declaración que era sentencia irrevocable: «Espero que comprendan que ahora
sólo soy la mitad de mí misma. Gracias por haber venido. Ahora váyanse. No
quiero verlos nunca más».
Se fueron, claro, cabizbajos y taciturnos.
Horas más tarde, ya en su casa, Leandro tomó la palabra: «Hermanito, creo que
se acabó nuestro doblaje. De ahora en adelante, tenemos que diferenciarnos.
Digamos que yo me tiño de rubio y vos te dejas la barba. ¿Qué te parece?».
Vicente asintió, con gesto grave, y sólo
tuvo ánimo para comentar: «Está bien. Está bien. Pero te sugiero que mañana
vayamos al fotógrafo para que nos tome nuestra última imagen de mellizos».
Mario Benedetti
“El gran
quizás” en El
porvenir de mi pasado, Barcelona, Santillana
Ediciones Generales, S.A., 2003