viernes, 28 de marzo de 2014

Christopher Marlowe

  


Muerto en una pelea de bar  

Un altercado por la cuenta de un día de juerga en una posada inglesa culminó con la muerte de Christopher Marlowe, el dramaturgo más promisorio de la Inglaterra del siglo XVI.


Mientras en Londres campeaba la peste, cuatro hombres se reunían la mañana de un miércoles para pasar el día comiendo, bebiendo y hablando en la posada de la viuda Eleanor Bull, en Deptford, una aldea cinco kilómetros al sureste de la City, en la ribera opuesta del Támesis. El peculiar cuarteto estaba formado por Ingram Frizer, hombre de confianza cuyas dudosas intrigas lo tenían en litigio perpetuo, Nicholas Skeres, señuelo de Frizer, Robert Poley, agente secreto del gobierno, de torvo carácter, y Christopher Marlowe, de apenas 29 años pero ya considerado el mejor dramaturgo de Inglaterra. La fecha de la reunión era el 30 de mayo de 1593.

Tras un breve paseo vespertino, los cuatro hombres reanudan su juerga. A la noche, después de la cena Frizer y Marlowe pelean por la cuenta, muy abultada por todo un día de juerga. Skeres y Poley concuerdan en que Marlowe inició la pelea al tomar la daga de Frizer y arremeter contra él sin haber sido provocado. Luego de recibir dos estocadas en la cabeza, Frizer le quita el arma a Marlowe y acuchilla a su furioso adversario sobre el ojo derecho. El joven dramaturgo cae muerto.

Se llama a los guardias y a la mañana siguiente llega el juez de la reina. Frizer es arrestado por el crimen, pero una indagación lo exonera del delito, pues es obvio que actuó en defensa propia. A fines de junio sale libre. Mientras tanto, el sepelio de Marlowe se lleva a cabo 48 horas después de su violenta muerte.

Esta es la versión oficial, aceptada durante más de tres siglos, sobre el abrupto final de una promisoria carrera. Pero en 1925 se halló el informe del juez en un archivo, donde permaneció 332 años sin ser notado. Una detenida lectura del documento plantea varias interrogantes.

¿Por qué se sepultó a Marlowe tan apresuradamente? ¿Por qué la indagación fue tan breve y se aceptó con tanta facilidad el testimonio de los dos testigos? ¿Es que una pelea de ebrios era la única explicación posible del crimen? ¿Acaso los tres hombres conspiraron para matar a Marlowe? Las heridas de Frizer eran tan leves que bien pudo hacérselas él mismo, para simular un ataque. ¿Es que estos sombríos personajes actuaron por cuenta propia o eran intermediarios de gentes poderosas? ¿Se trataba de una conjura para acaba con un hombre que sabía demasiado? Esta última posibilidad merece ser considerada, pues ahora se sabe que el bisoño dramaturgo llevaba una vida doble como agente del servicio secreto de la reina.

Christopher Marlowe nació en febrero de 1564, dos meses antes del hombre que lo eclipsó con su vida más larga y su carrera más fructífera: William Shakespeare. Pero mientras éste era un total desconocido y vivía en Stratford, Marlowe llevaba cierto camino recorrido, recibió una beca en el colegio Corpus Christi de Cambridge y se licenció a los 20 años. Prosiguió sus estudios, tal vez con la intención de llegar a ser un clérigo anglicano. Pero las autoridades de Cambridge rehusaron al principio concederle un posgrado, sospechando de sus frecuentes ausencias de la universidad.

Cuando el joven Marlowe estaba en Cambridge, Inglaterra se hallaba bajo la amenaza de ser invadida por España y los estudiantes católicos huían a Francia. ¿Sus ausencias eran un preludio de esta huída? En 1587, intervino el concilio secreto de Isabel. El estudiante “en todos sus actos se comportó correcta y discretamente al hacer un buen servicio a Su Majestad”; sus cualidades como estudiante y persona no debían ser puestas en tela de juicio “por aquellos que ignoran los asuntos en que estuvo involucrado”. Cambridge le otorgó, a fin de cuentas después de alguna investigación, el título de maestría.

Un año después de salir de Cambridge, se estrenó la primera obra de Marlowe, el drama en dos actos Tamburlaine el grande. El candidato a clérigo era ahora hombre de letras. En una carrera de sólo seis años, escribió media docena de obras, un poema narrativo largo y tradujo del latín. Pero el escritor también se ganó la reputación de ser un joven impulsivo y testarudo que resolvía discusiones por medio de la fuerza. En 1589 fue brevemente a prisión por tener parte en una riña callejera donde un hombre fue asesinado. Tres años después compareció ante la corte por atacar a agentes del orden. En la primavera de 1593 Marlowe fue acusado de una ofensa mucho más grave.

Aunque la flota invasora de Felipe II fue derrotada por los ingleses en 1588, hubo una nueva amenaza de España en la primavera de 1593. Cuando aparecieron carteles sediciosos en los muros de Londres, el concilio secreto real nombró una comisión investigadora, con poder para allanar moradas, en busca de actividades de traición. Durante el rastreo, los comisionados hallaron el 12 de mayo de 1593 los documentos de Thomas Kyd, otro joven dramaturgo, que entre varias cosas había compartido algún día el alojamiento con Marlowe.

En realidad no había evidencia de traición en los documentos de Kyd, pero contenían ciertas declaraciones que negaban la divinidad de Jesucristo. Esto era considerado como blasfemia, punible con la pena capital. Ciertamente pocos años antes un discípulo del colegio Corpus Christie había muerto en la hoguera por expresar tales opiniones. Kyd negó ser el autor de los documentos pero, bajo tortura, confesó que pertenecía a su colega Marlowe.

La “confesión” de Kyd puso al servicio secreto en una posición difícil. Marlowe había sido mensajero clandestino en Europa. El 18 de mayo se lo citó para comparecer en la capital. Sin que se le dijeran sus cargos, salió libre bajo fianza pero fue requerido a estar disponible, con un día de notificación, para dar evidencia. Doce días después Marlowe yacía muerto en el suelo de la posada de Deptford.

Si Marlowe era culpable de blasfemia, ¿por qué salió libre? ¿Por qué no fue torturado como Kyd para confesar el horrendo crimen? ¿Por qué, en vez de eso, se le permitió reunirse con tan dudosos personajes el 30 de mayo?

En 1955, el escritor Calvin Hoffman elaboró la teoría de que los conspiradores, incluyendo a Marlowe, trajeron a un marinero desconocido a la posada de Deptford, lo asesinaron y cocinaron la muerte de la historia de Marlowe, quien luego asumió la nueva identidad de William Shakespeare y que escribió durante el cuarto de siglo restante las obras que le ganaron la inmortalidad. Aunque el final de la carrera de Marlowe coincide con el inicio de la de Shakespeare, los expertos han considerado inaceptable la teoría de Hoffman.

Christopher Marlowe - William Shakespeare



Nunca se sabrá la verdad sobre la muerte de Marlowe. Hubo entre muchos de sus contemporáneos quienes aplaudieron su muerte como un castigo divino contra un ateo, blasfemo y “sucio dramaturgo”. Pero la posteridad lamentó su muerte prematura. La literatura inglesa perdió la noche del 30 de mayo de 1593 a un gran dramaturgo, tal vez de la talla de Shakespeare. Apenas el año anterior, Shakespeare salió de Strafford a Londres, donde sus obras atrajeron a un público cada vez mayor. En una de ellas, Como gustéis, aludió a la trágica muerte de su predecesor “como un gran ajuste de cuentas en un cuarto pequeño”.

Pero Marlowe, sin quererlo, escribió su propio epitafio en el epílogo de su obra más famosa, Doctor Fausto: “Trunca está la rama que pudo haber crecida recta…”  Al morir a los 29 años, dejó sin escribir muchas obras que pudieron haber sido maestras.


Fragmentos de:

Secretos y Misterios de la Historia, Reader’s Digest, 1995

domingo, 23 de marzo de 2014

Mario Benedetti


No te rindas



Mario Benedetti

La Tregua






Lunes 11 de febrero

Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo? El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas. ¿Y eso qué? Imagino una notita bibliográfica sobre “los atendibles valores de este novel autor que roza la cincuentena” y la mera posibilidad me causa repugnancia. Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica h pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patética.

Viernes 15 de febrero

Para rendir pasablemente en la oficina, tengo que obligarme a no pensar que el ocio está relativamente cerca. De lo contrario, los dedos se me crispan y la letra redonda con la que debo escribir los rubros primarios, me sale quebrada y sin elegancia. La redonda es uno de mis mejores prestigios como funcionario. Además, debo confesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras como la M mayúscula o la b minúscula, en las que me he permitido algunas innovaciones. Lo que menos odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo: el volver a pasar un asiento que ya redacté miles de veces, el efectuar un balance de saldos y encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias a buscar. Ese tipo de labor no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas y hasta (¿por qué no decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es como si me dividiera en dos entes dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de memoria su trabajo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente apasionado, un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría, un distraído a quien no le importa por dónde corre la pluma ni qué cosas escribe la tinta azul que a los ocho meses quedará negra.
En mi trabajo, lo insoportable no es la rutina; es el problema nuevo, el pedido sorpresivo de ese Directorio fantasmal que se esconde detrás de actas, disposiciones y aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o un estado analítico o una previsión de recursos. Entonces sí, como se trata de algo más que rutina, mis dos mitades deben trabajar para lo mismo, ya no puedo pensar en lo que quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la nuca, como un parche poroso. ¿Qué me importa la ganancia probable del rubro Pernos de Pistón en el segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me importa el modo más práctico de conseguir el abatimiento de los Gastos Generales?
Hoy fue un día feliz; sólo rutina.

Lunes 18 de febrero

Ninguno de mis hijos se parece a mí. En primer lugar, todos tienen más energía que yo, parecen siempre más decididos, no están acostumbrados a dudar. Esteban es el más huraño. Todavía no sé a quién se dirige su resentimiento, pero lo cierto es que parece un resentido. Creo que me tiene respeto, pero nunca se sabe. Jaime es quizá mi preferido, aunque casi nunca pueda entenderme con él. Me parece sensible, me parece inteligente, pero no me parece fundamentalmente honesto. Es evidente que hay una barrera entre él y yo. A veces creo que me odia, a veces que me admira. Blanca tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación de alegre. Por lo demás, es demasiado celosa de su vida propia, incanjeable, como para compartir conmigo sus arduos problemas. Es la que está más tiempo en casa y tal vez se sienta un poco esclava de nuestro desorden, de nuestras dietas, de nuestra ropa sucia. Sus relaciones con los hermanos están a veces al borde de la histeria, pero se sabe dominar y, además, sabe dominarlos a ellos. Quizá en el fondo se quieran bastante, aunque eso del amor entre hermanos lleve consigo la cuota de mutua exasperación que otorga la costumbre. No, no se parecen a mí. Ni siquiera físicamente. Esteban y blanca tienen los ojos de Isabel. Jaime heredó de ella su frente y su boca. ¿Qué pensaría Isabel si pudiera verlos hoy, preocupados, activos, maduros? Tengo una pregunta mejor: ¿qué pensaría yo, si pudiera ver hoy a Isabel? La muerte es una tediosa experiencia; para los demás, sobre todo para los demás. Yo tendría que sentirme orgulloso de haber quedado viudo con tres hijos y haber salido adelante. Pero no me siento orgulloso, sino cansado. El orgullo es para cuando se tienen veinte o treinta años. Salir adelante con mis ojos era una obligación, el único escape para que la sociedad no se encarara conmigo y me dedicara la mirada inexorable que se reserva a los padres desalmados. No cabía otra solución y salí adelante. Pero todo fue siempre demasiado obligatorio como para que pudiera sentirme feliz.

Martes 19 de febrero

A las cuatro de la tarde me sentí de pronto insoportablemente vacío. Tuve que colgar el saco de lustrina y avisar en Personal que debía pasar por el Banco República para arreglar aquel asunto del giro. Mentira. Lo que no soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo almanaque con un febrero consagrado a Goya. ¿Qué hace Goya en esta vieja casa importadora de repuestos de automóviles? No sé qué habría pasado si me hubiera quedado mirando el almanaque como un imbécil. Quizá hubiera gritado o hubiera iniciado una de mis habituales series de estornudos alérgicos o simplemente me hubiera sumergido en las páginas pulcras del Mayor. Porque ya he aprendido que mis estados de pre-estallido no siempre conducen al estallido. A veces terminan en una lúcida humillación, en una aceptación irremediable de las circunstancias y sus diversas y agraviantes presiones. Me gusta, sin embargo convencerme de que no debo permitirme estallidos, de que debo frenarlos radicalmente so pena de perder mi equilibrio. Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del horizonte de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte, y me conformo con acomodarme en la ventana de un café y registrar el pasaje de algunas buenas piernas.
Estoy convencido de que en horas de oficina la ciudad es otra. Yo conozco el Montevideo de los hombres a horario, los que entran a las ocho y media y salen a las doce, los que regresan a las dos y media y se van definitivamente a las siete. Con esos rostros crispados y sudorosos, con esos pasos urgentes y tropezados; con ésos somos viejos conocidos. Pero está la otra ciudad, la de las frescas pitucas que salen a media tarde recién bañaditas, perfumadas, despreciativas, optimistas, chistosas; la de los hijos de mamá que se despiertan al mediodía y a la seis de la tarde llevan aún impecable el blanco cuello de tricolina importada, la de los viejos que toman el ómnibus hasta la Aduana y regresan luego sin bajarse, reduciendo su módica farra a la sola mirada reconfortante con que recorren la Ciudad Vieja de sus nostalgias; la de las madres jóvenes que nunca salen de noche y entran al cine, con cara de culpables, en la vuelta de las 15.30; la de las niñeras que denigran a sus patronas mientras las moscas se comen a los niños; la de los jubilados y pelmas varios, en fin, que creen ganarse el cielo dándole migas a las palomas en la plaza. Estos son mis desconocidos, por ahora al menos. Están instalados demasiados cómodamente en la vida, en tanto yo me pongo neurasténico frente a un almanaque con su febrero consagrado a Goya.

Jueves 21 de febrero

Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me detuvo en la calle. No protestó contra el gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los innumerables temas de la beodez universal. Era un borracho extraño, con una luz especial en los ojos. Me tomó de un brazo y dijo, casi apoyándose en mí: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”. Otro tipo que pasó en ese instante me miró con una alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero yo hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado.




Mario Benedetti


Las cinco primeras anotaciones del diario en La Tregua, 1960. Buenos Aires, Editorial Alfa Argentina, 1974

martes, 18 de marzo de 2014

Literatura latinoamericana

Raza de Bronce
(Fragmento)

El rojo dominaba en el paisaje.
Fulgía el lago como un ascua a los reflejos del sol muriente, y, tintas en rosa, se destacaban las nevadas crestas de la cordillera por detrás de los cerros grises que enmarcan al Titicaca poniendo blanco festón a su cima angulosa y resquebrajada, donde se deshacían los restos de nieve que recientes tormentas acumularon en sus oquedades.
De pie sobre un peñón enhiesto en la última plataforma del monte, al socaire de los vientos, avizoraba la pastora los flancos abruptos del cerro, y su silueta se destacaba nítida sobre la claridad rojiza del crepúsculo, acusando los contornos armoniosos de su busto.
Era una india fuerte y esbelta. Caíale la oscura cabellera de reflejos azulosos en dos gruesas trenzas sobre las espaldas, y un sombrerillo pardo con cinta negra le protegía el rostro requemado por el frío y cortante aire de la sierra. Su saya de burda lana oscilaba al viento que silbaba su eterna melopea en los pajonales crecidos entre las hiendas de las rocas, y era el solo ruido que acompañaba el largo balido de las ovejas.
Inquieta, escudriñaba la zagala.
No ha rato, al reunir su majada para conducirla al redil, había echado de ver que faltaba uno de sus carneros; y aunque no temía la voracidad de ninguna fiera ni la rapacidad de malhechores, recelaba que fuese incorporado a los hatos de la hacienda colindante, hechos a merodear en los flancos de la colina a orillas del lago, o a la vera de los linderos marcados por hitos de adobes o pircas de rocalla, y ya harto conocía el ingrato rondar por entre gente agriada con pleitos, a cada instante suscitados por la posesión de ejidos que los terratenientes aún no habían deslindado.
La noche se echaba encima y pronto se haría difícil ordenar la marcha del rebaño. Al pensar en esto, dejó la zagala sus ovejas bajo el ojo vigilante de Leke, el lanudo y pequeño can, y se dirigió a las rocas que en gradiente coronaban la cima del cerro, cuyos flancos se bañan por un lado en la transparente linfa del lago, y del otro se tienden con suave declive hacia la llanura, limitada a lo lejos por colinas chatas y altozanos y surcada en medio por la quiebra de un río.
Volvió a trepar a lo alto de una empinada roca, y desde esa atalaya tendió los ojos en torno.
El lago, desde esa altura, parecía una enorme brasa viva. En medio de la hoguera saltaban las islas con manchas negras, dibujando admirablemente los más pequeños detalles de sus contornos; y el estrecho de Tiquina, encajonado al fondo entre dos cerros que a esa distancia fingían muros de un negro azulado, daba la impresión de un río de fuego viniendo a alimentar el ardiente caudal de la encendida linfa. La llanura, escueta de árboles, desnuda, alargábase negra y gris en su totalidad. Algunos sembríos de cebada, ya amarillentos por la madurez, ponían manchas de color sobre la nota triste y opaca de ese suelo casi estéril por el perenne frío de las alturas. Acá y allá, en las hondonadas, fulgían de rojo los charcos formados por las pasadas lluvias, como los restos de un colosal espejo roto en la llanura.
Un silencio de templo envolvía la extensión. Todo parecía recogerse ante la serenidad del crepúsculo, y diríase muerto el paisaje, si de vez en cuando no se oyese a lo lejos el medroso sollozar de la quena (flauta) de un pastor, o el desapacible repiqueteo de los yaka-yakas, apostados ya al margen de sus nidos cavados en las dunas del río, o en las quiebras de las rocas.
Avizoró la pastora el paisaje, indiferente a la infinita dulzura con que agonizaba el día, y al punto dejó su atalaya, porque le pareció haber oído un solitario balido hacia el final de esa dominante plataforma, adonde rara vez conducía su rebaño, porque, a más de ser pobre en pastos, llevaba en el país la fama de albergar a los espíritus malignos en una caverna cuya boca se abría mirando al lago, a pocos pasos del flanco que cae, casi a pico, sobre las inquietas aguas.
Era una cantera de berenguela y mármol verde, largo tiempo abandonada, y que hoy servía de cómodo y seguro refugio a las lechuzas y vizcachas (liebres). Los laikas (brujos) de la región habíanla convertido en su manida, para contraer allí pacto con las potencias sobrenaturales o preparar sus brebajes y hechizos, y rara vez asomaban por allí los profanos. Los pocos animosos que, por extrañas circunstancias se atrevían a violar su secreto, juraban por lo más santo haber oído gemidos, sollozos y maldiciones de almas en pena y visto brillar los ojos fosforescentes de los demonios, que danzaban en torno a los condenados…
Alguna vez, en horas de tormenta, cuando el rayo hiende las rocas, aúlla el viento y se desatan cataratas de lluvia sobre las alturas, Wata-Wara había profanado su misterio, para expulsar a sus bestias refugiadas en el pavoroso antro; y aunque nunca había visto y oído lo que otros juraban ver y oír, no se atrevía, sólo por capricho o curiosidad, a provocar el enojo de los yatiris (adivinos) poniendo planta insolente en sus dominios.
─¡Jaú-u-u-u! ─gritó Wata-Wara avanzando con miedo hacia el boquerón oscuro e informe de la entrada. Su grito penetrante y agudo metióse en el antro y a poco salió en forma de eco, que ella, por extraña ilusión, tomó por el balido de su extraviada res.
Y quiso adentrarse en la caverna, y la detuvo el miedo; pero la codicia fue más fuerte en ella. Con paso furtivo y resuelto, tendidos hacia delante los brazos, dilatados los ojos, avanzó lentamente, cual si tantease en la penumbra, y a pocos pasos quedó inmóvil, oyendo solamente los latidos tumultuosos de su corazón.
Grande y ancha era la caverna. Su piso irregular estaba cubierto por el cascajo que al romper las piedras dejaran los ignorados canteros que allí labraron quizás la piedra blanca con transparencias opalinas para la fontana que otrora se erguía en el hoy destruido Prado de La Paz, y en los rincones se veía la huella del fuego encendido para cocer su yantar o dar filo al cincel. Las paredes se componían de enormes bloques rectangulares y sobrepuestos por capas en espontánea colocación: parecían los materiales dispuestos y abandonados allí por descuido para una enorme y gigantesca construcción. En las paredes laterales y del fondo, sobre el nivel del suelo, se abrían las bocas de otras tres galerías, oscuras, misteriosas, por donde corrían las vetas de la piedra blanca, y su vista llenó de pavor el ánimo de la zagala, que salió huyendo de las sombras, pasmada aún de su audacia. Ya fuera, y con voz temblorosa por el miedo, lanzó su penetrante grito, y otro cercano repercutió a sus espaldas. Volvióse vivamente la pastora, y vio con alegría que un mozo avanzaba por la plataforma cargando en su poncho la descarriada oveja.
Era un mozo alto, ancho de espaldas y de vigoroso cuello. Tenía expresión inteligente y era gallarda la actitud de su cuerpo. La cabellera le caía enmelenada sobre los hombros saliendo por debajo del gorro amarillo, cuyas aletas le cubrían las orejas con parte de las mejillas. El chaleco escotado, sujeto por cuatro botones de metal, y la camisa abierta, dejaban ver su pecho robusto y moreno.
─¿Dónde hallaste a este diablo, Agiali? ─demandó la moza, sin responder al saludo dl gigantón.
─Vagaba por la pampa y lo recogí de ella.
─¡Tanto que me ha hecho penar el malo!
Y alzando un guijo dio con él a la bestia, que escapó camino de la majada, cuyos balidos anunciaban impaciencia.
─Dime, ¿entraste a la cueva? ─preguntó el mozo con acento receloso y desconfiado.
─Sí.
─¿Y para qué?
La india hizo un gesto vago y se encogió de hombros.
Agiali, asustado de veras, le objetó:
─Ya verás; seguro que te ha de suceder algo… Como al Manuno.
Callaron ambos, miedosos. El recuerdo, inoportunamente evocado, produjo honda impresión en la pastora.
─¿Y sabes dónde está ahora?
─No sé. Alguien me dijo que se murió.
─¡Pobrecito! El patrón fue malo con él.
─¡Lo es con todos! Habría bastado, por castigo, los azotes que le hizo dar; pero quemó su casa.
─Dicen que le debía y no podía pagarle.
─¿Y qué?... Le habría pagado poco a poco, como le pagamos todos… ¡Cómo si fuera capaz de perdonarnos una deuda!...
Y una sonrisa agria borró la placidez de su rostro.
Quedaron en silencio.
Agiali parecía preocupado, y ella creía conocer la causa de su congoja. Días antes, como castigo a una falta, había recibido orden del administrador para ir, con otros cuatro compañeros castigados como él, a comprar granos al valle, y ella sabía que esas excursiones eran siempre peligrosas, no tanto para los hombres como para las bestias.
¡Cuántas veces las pobres bestias quedaron inutilizadas para el trabajo por las mataduras de sus lomos cruelmente dañados por la carga! ¡Y cuántas los hombres, presa de extraños males, se la pasaron en casa, inútiles para las diarias faenas, o quedaban tullidos y enfermos hasta la muerte!
─¿De veras vas mañana de viaje? ─preguntó Wata-Wara, echando a andar camino de la majada, cuyos insistentes balidos era lo único que se oía en la alta cumbre, libre todavía de las sombras.
─Mañana ─repuso Agiali con aire preocupado.
─¿Con quiénes vas?
─Con Quilco, Manuno y Cachapa.
─¿Tardarás mucho?
─Lo menos dos semanas.
Enmudecieron otra vez, y ambos caminaban como cohibidos.
Decíase de ellos en la hacienda haberse comprometido en proyectos matrimoniales, y eran frecuentes las bromas que en las faenas del campo recibían de sus compañeros; pero, hasta entonces, el mozo no había arreglado ninguna prenda de la zagala, como signo formal de amoroso pacto, y sólo se había limitado a usar con ella de pequeños favores que mostraban su deseo de agradarle, vehemente en él, y que no trataba de ocultar. Ayudábale a recoger por las tardes el ganado del cerro donde tenía por costumbre pastorear la moza, o aumentaba de su cosecha la carga de chango (algas) recogidas en el lago para el consuelo de las bestias. Verdad es, y quizás esto fuera lo más significativo, que ambos tenían los mismos sitios predilectos para divertirse en los días de reposo; que en las siembras y cosechas los dos labraban el mismo surco, y que en vísperas de las grandes fiestas, cuando de noche ensayaban los mozos sus danzas al luminoso claror de la luna llena, ambos se colocaban juntos e iban cogidos de las manos en las ruedas, y las miradas y sonrisas de ella eran sólo para él; pero de ahí no habían pasado las cosas. Agiali se mantenía reservado en palabras y ademanes, y no por timidez, ya que con las otras jóvenes de la comarca gastaba idénticas licencias que los demás, sino porque la riqueza de los padres de Wata-Wara y la decidida protección que le dispensaba el vejo Choquehuanka ponían siempre a raya sus sentimientos. Si departía con ella, gastando ademanes parsimoniosos, sus palabras eran medidas, y sólo hablaba de lo que ellos hablan de ordinario, es decir, del tiempo, de las labores campestres y de sus bestias. Alguna vez, como los demás, al hacerle una broma, había acompañado sus palabras con un recio empujón o una intentona de pellizco; más de ahí nunca había pasado su camaradería servicial y comedida.
Así se acostumbró a verlo la joven, y por eso su actitud encogida de esta tarde la lleno de cierta perplejidad. Lo notaba serio, callado, caviloso, y supuso que algo anormal le ocurría. Probablemente no habría cogido mucho pescado en la jornada de la noche precedente…
─¿Te apena el viaje? ─le dijo por decir algo y ocultar la turbación que a ella también le embargaba.
Agiali rió, mirándola detenidamente en los ojos con infinita codicia.
─¿Por qué me miras así?
En vez de responder, el mozo aproximóse aún más a ella, y riendo siempre, con risa trémula, alargó con rapidez la mano y le dio un fuerte pellizco en el brazo redondo y de carnes duras…
Wata-Wara comprendió al punto las intenciones del galán, e inclinó la cabeza, confusa y casi aturdida. Jamás él se había permitido esas libertades a solas y era la primera vez…
Retrocedió un paso, con el corazón palpitante de alegría. Él avanzó otro, extendió la mano y cogiéndola por la punta de su pullo (mantilla), la atrajo hacia sí.
─¡Déjame! ─gimió ella, volviéndole la espalda.
Su voz era desfalleciente, infantil, insinuante.
─¿Y si no quisiera? ─suplicó el otro, también con voz queda.
Y, por segunda vez, ahora con calma, la pellizcó en el hombro, reteniendo la carne entre sus dedos.
─¡Déjame! ─dijo con voz más apagada aún, trémula de dicha inesperada y osando mirarle brevemente en los ojos, radiantes de la más pura alegría.
Entonces el mozo cogió con sus manos callosas y duras las de su amada, ásperas también pero de piel más fina; le tomó el dedo anular, donde un anillo de cobre había dejado su marca negra en la piel, y, suavemente, le quitó el anillo.
Ella dejó hacer, turbada, sin voluntad ni fuerzas para simular resistencia. ¡Al fin se le había declarado el mozo y le significaba su intención de desposarse con ella!
Agiali, riendo siempre, pasó el aro tosco al menor de sus dedos y colocó el suyo entre los de la zagala, cuya redonda carita iluminóse con el fulgor de una sonrisa plácida.
─Le voy a decir a mi madre que vaya a pedirte mi anillo ─amenazó ella con melindre.
─Si lo haces ─repuso el galán fingiendo creer en la amenaza─ me voy de la hacienda y no vuelvo más.
─¿Y adónde te irías?
─Donde no me vean más tus ojos…
─Quédate con él, entonces…
Se tendieron ambos las manos y se miraron en lo hondo de las pupilas, sonriendo con dicha.
─¿Me ayudarás a conducir mis ovejas? Ya es de noche y en casa han de estar esperándome.
─Vine a eso.
Y quiso la zagala desprender sus manos de las del galán, mas éste las retuvo con fuerza y siguió mirándola detenidamente y en silencio, pero con aire receloso. Al fin, casi hosco, habló:
─Oye.
─¿Qué?
─Desde hace tiempo he notado que te mira mucho el administrador de la hacienda.
─Yo también ─repuso la otra, indiferente.
─Sé que se ha quejado a tu madre porque no vas a su casa a escarmenar lanas ni servir de mitani (sirvienta).
─Iré la otra semana.
Al oír esto, nublóse el rostro del mancebo. Y dijo con tono imperioso:
─Yo no quiero que vayas. Ese khara (mestizo) es malo y me da miedo…
─A ti nunca te hizo daño. Una sola vez te pegó.
─Varias, di; pero eso apenas me importa… Tengo miedo por ti.
─Nunca pega a las jóvenes.
─Pero las seduce.
Se detuvo indeciso. Y bruscamente añadió:
─Bueno; si vas de servicio, lleva a tu madre y no te quedes nunca a solas con él.
─Así lo haré.
La noche había caído con rapidez y el rebaño balaba, inquieto y deseoso de volver al aprisco. El mismo Leke, sentado sobre las patas posteriores y los ojos clavados en la dueña, ladraba de rato en rato como para anunciar corrida ya la hora de regreso.
─¡Wara!... ─llegó hasta los enamorados la voz sonora de un muchacho resonando en las faldas del cerro.
─Me llaman; ¡vámonos! ─dijo la pastora. Y al mismo tiempo lanzó un penetrante grito, y, colocando una piedra en su honda, arrojóla sobre el rebaño, el cual, al escuchar el zumbido, púsose en marcha camino del sendero. Avanzaba el grupo en un solo pelotón pardusco, y el polvo que levantaba a su paso parecía espesar aún más la sombra del cielo.
Entonces, la novia, cogida siempre de las manos de Agiali, entonó, quedo primero, luego en voz más alta, uno de esos aires tristes de la estepa que imita el monótono gemir del viento entre los pajonales de la pampa. Le siguió en el canto el mancebo, y las dos voces formaron un dúo lento como una melopea, cuyas notas se diluían al pálido claror de la celistia…
En medio camino se les reunió el zagalillo enviado en busca de la pastora, y a poco llegaron todos a la casa, situada en media vertiente del cerro sobre una especie de estrecha plataforma. Se componía de cuatro habitaciones, adosadas al cerro, y su corral, entre cuyos muros de piedra bruta crecían locamente las ortigas de flor roja y haces de paja dura, en las que el viento arrancaba lamentables y extrañas concertaciones.
Al tropel del ganado salieron tres chiquillos del lar, uno como de siete años y los otros dos un poco mayores y al parecer gemelos; corrieron los palos que cerraban el aprisco y se colocaron a ambos lados de la entrada, para la faena del apartado, que ejecutaron los pequeños, separando a las ovejas madres de sus crías, que bien pronto formaron a sus espaldas un grupo bullicioso y temblante. A los balidos angustiosos de las hembras respondía el desfallecido lamento de la prole, y todo junto, coreado por el viento, formaba la armoniosa canción del campo…
Concluida la tarea se dirigieron los pastores a la cocina.
Era una habitación estrecha, larga y de paredes renegridas. Frente a la puerta angosta y baja estaba el fogón de barro, en cuyo fondo ardía un macilento fuego alimentado por la bosta seca de las ovejas. De las vigas barnizadas por el hollín pendían canastos de mimbre oscuro, sogas cabestros, algunos instrumentos de labranza y retazos de carne seca. A ambos lados de la entrada, ocupando todo el ancho de las paredes, dos tarimas de barro, los patajatis servían de lecho. Eran huecos por debajo y en el uno dormían las gallinas sobre perchas y el otro estaba destinado a los pequeños conejos de Indias, manchados de color y que ahora también, en la noche, discurrían silenciosamente por el suelo y alargando sus sombras cuando se deslizaban frente al fogón y mirando sin recelo a la vieja Coyllor-Zuma, madre de Wata-Wara y a otros dos viejos arrugados y de encorvada talla que andaban de cuclillas junto al fogón. Practicaban el acullico, es decir, mascaban coca los tres y permanecían silenciosos, impasibles y mudos, como abstraídos en honda cavilación. La moribunda llama del mechero doraba sus rostros acusando con vigor los perfiles mientras el lado opuesto se borraba completamente sobre el fondo de la covacha oscurecida por el hollín y las sombras…
─Buenas noches nos dé Dios, ancianos ─saludaron los mozos al entrar.
─Tarde vienes ─dijo Coyllor-Zuma a la pastora.
─Se me perdió una oveja y estuve buscándola. Agiali la encontró en la pampa.
La anciana, sin responder, se volvió al pretendiente de su hija:
─Dicen que estás de viaje.
─Sí; me envían al valle a traer semillas.
─Cuida de tus bestias y no le pongas cargas pesada.
─¡Si yo pudiera! ─repuso el otro con pena.
Y añadió:
─Pero llevamos más de las precisas y nada les pasará.
─Cuídate también tú. No comas fruta recién cogida del árbol ni seas imprudente al atravesar los ríos. Aún no han cesado las lluvias, y deben estar crecidos por el valle.
─Van con Manuno, y ése ya conoce bastante esos sitios ─dijo uno de los viejos, tomando parte en la charla.
─¿Cuándo concluirá esta pesada obligación? ─preguntó el otro viejo taciturno─. Todos están cansados con semejantes correrías.
─Cuando el hermano del patrón venda sus haciendas del valle, o nosotros nos vayamos todos de ésta ─repuso el primero.
─¿Y adónde iríamos que no tengamos que servir?
─Así es…
Y cayó el silencio letal, únicamente interrumpido por el lento masticar de los jóvenes, que yantaban la merienda fría preparada para la pastora, y se componía de chuño y maíz cocido con algunos retazos de charqui y bolillos de kispiña.
Alcides Arguedas

Capítulo I del Libro Primero de:

Raza de Bronce (1919), Editorial Losada, 1984

martes, 11 de marzo de 2014

Jorge Luis Borges

Pierre Menard, autor del Quijote
A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores -si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos-. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con
ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo
de 1921). Menard -recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» -la
locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.1
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.2

Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis -el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos -decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino «el» Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo -por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente -leo en otro lugar de la carta - Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.»
¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard?
Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto.
«El Quijote -aclara Menard- me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo Xvii era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente. No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas.
Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard -hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russellreincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él.
(Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
... la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales -«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir»- son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo.
La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.3 No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros -tenues pero no indescifrables- de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
«Pensar, analizar, inventar -me escribió también- no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? Nîmes, 1939

1 Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.
2 Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
3 Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto.
En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

Jorge Luis Borges

Ficciones